miércoles, 30 de enero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (VII): Piru Gainza, ¿divino o adivino?

El único futbolista al que no he visto jugar y, sin embargo, tengo la sensación de saber perfectamente cómo jugaba, fue Agustín Piru Gainza. No le ví  a Zarra, pero me lo imaginé como un gastador, como un Juan Sin Miedo del área, como un 9 de aquellos que se raspaban la frente con las costuras del balón. Tampoco vi a Panizo, el estilista, el que la tocaba, la paraba y la movía, ni a Venancio, con aquel corpachón que ya en las fotos acojonaba al más valiente. A Piru sí le entreví. Todo sucedió pasado el tiempo, con el poso que deja el té turco, el de verdad, no el del Gran Bazar. Conocí a  Piru Gainza cuando ya era un consejero áulico del Athletic, es decir el tipo al que vas a hacerle la pregunta leninista por nantonomasia de ¿qué hacer? cuando ninguna de las respuestas anteriores te han llevado a ningún sitio.

Piru Gaínza era uno de esos personajes que debieron ser inmortales por el bien de todos, aunque tuvo el placer de morir tras su habitual partida de mus, su habitual cena ligera, y en la cama, como quien se cansa una noche de estar despierto. Piru se murió como vivió, con un toque de ironía y con la profundidad que la vida tiene cuando no le das demasiadas vueltas a la muerte.

Ya se sabe que fue apodado El Gamo de Dublin por Matías Prats, que a primera vista no tuvo claro lo de jugar en el Athletic porque prefería el sueldo fijo de la empresa en las que trabajaba a la evanescencia de los cantos de sirena  (¡ay, cómo hemos cambiado!), que era un zurdo nato, que tenía la cabellera a lo Humphrey Bogart ( a mí siempre se me pareció más a mi padre que Zarra, y a veces, viendo fotos los confundía), pero para mi fue un descubrimiento.

Aquel dia, un día, hace muchos días, me enseñó el catón filosófico del fùtbol. En aquellos días, los periodistas, pocos, que acudíamos a Lezama, teníamos vía libre por los pasillos  y esperábamos a los futbolistas a la puerta del vestuario. Así me enteré yo de las dudas de Zubizarreta para irse al Barcelona, de la renovación de Noriega por el Athletic o de la sanción disciplinaria a Miguel de Andrés, el griego, revestida de algo parecido a un tratamiento psicológico (¡manda cojones!). Pero mientras ellos salían con olor a gel de ducha, y algunos a linimento, tras el  el entrenamiento (entonces no se decía esa cursilería de entreno) tuve la oportunidad de compartir desde la cristalera del primer piso muchos entrenamientos al lado de Piru Gainza. No sé por qué me cogió cariño. Yo sí sé por qué se lo cogi a él.

Aquel día, un dia, hace muchos días, correteaban los muchachos por la pradera y Piru, acodado en la ventana a mi lado me preguntó:
 -¿Qué te parece el diez?".
-"¿Ayúcar?,  repregunte yo (luego entendí que ni la Stassi le hubiera confundido a Piru Gainza)
 -"¿Si, el rubito?".
- "¡Ah, vale! Yo le veo muy blandito".
- "Es cierto",  dijo él, "muy blando en la disputa".
 - "Además", dije yo, "flojísimo en el juego aéreo" (entonces tan valorado en el Athletic).
 - "Una mierda, de cabeza", dijo él.
-  "Yo no le veo", dije yo, "en tareas defensivas". Andaba ya sobrado por la aquiescencia del ídolo, sintiéndome el director deportivo,  que entonces era Iñaki Sáez, cuando el maestro, mirando hacia el otro lado de la ventana, respondió:
- "Tienes razón, es blandito, va muy mal de cabeza y no defiende una castaña. Pero ¿tiene una zurda que te cagas?".

Ese día comprendí que la habilidad es un  valor intangible. A Ayúcar lo devoró la ciclogénesis física, como a Aguiriano, otro futbolistaba que estaba ahì. Tenía Ayúcar una zurda portentosa que podía suplir el sacrificio con otros guerreros espartanos, pero los guerreros espartanos no podían sustituir su zurda portentosa.

Luego fui ratificando mi idea cuando, hablando y hablando,  viajando y viajando, Piru Gainza me ganó una y otra vez cuando apostábamos a ver si metía tres de cinco mandando con dos dedos una moneda de cien pesetas al vaso ancho del gin tonic en el Andikona desde el otro costado de la barra, junto a San Mamés. Cuando te proponía la apuesta nunca acertaba, pero cuando apostaba, las metía todas (solía fallar una  para no humillarte). Ahí me di cuenta de que ya le había visto como futbolista: protegiendo la pelota (Ayúcar), dándole la importancia justa (la partida de mus),  escondiéndole sus argumentos al contrario (si es malo, si no defiende, si no pelea...), pero escondiendo su velocidad para meter el balón en el vaso de la portería mientras tú seguías mirándo al barman. Me engañó mil veces y en cada engaño yo aprendía los errores del fútbol. En las cartas, en el avión de  cada viaje (cuando Iribar era entrenador), en lo malos y en los buenos momentos, yo fuí aprendiendo el fútbol.

- "¿Qué te parecen los ingleses, Eduardo?, allí en la cristelera de Lezama. De sopetón
- "Sinceramente, se les ha pasado el arroz, son muy antiguos". Egregio el perioodista que empezaba a ser.
- "Es verdad, no juegan una mierda", dijo él. "Todo arriba, arriba".
-  "Es que vacían los campos de fútbol", dije yo, otra vez crecido (aún no habían llegado Wenger ni Cantona a las islas).
- "Ya" dijo él. "Son una mierda, pero, ¡hostias! hay que ver qué difícil es ganarles".

Punto final.

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