domingo, 27 de enero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (IV): Linemayr, el placebo de la injusticia

Cuando se acabó el chollo, es decir cuando a mi padre se le acabó la paciencia o el dinero, algo que nunca pregunté, se acabó la general numerada (por cierto, nunca supe qué arte, ingenio o amistad usaba mi padre para colarme en San Mamés). La Catedral se antojó un centro prohibido, solo soliviantado cuando el boina roja miraba para otro lado o se compadecía de nosotros y nos decía "esperar a que empiece el partido y luego entráis", pero eso no pasaba a menudo porque como eran fijos discontinuos no siempre estaban los mismos y a veces había algunos que se comportaban como generales de brigada. Luego me dí cuenta de que les jodía que te colaras o dejarte pasar porque ellos no podían ver el partido salvo por alguna rendija y según en qué puerta les tocase. Alguna vez me colé con el carné del padre de un amigo. Pero como no era transferible, como ahora, te jugabas la vida futbolística en el preciso instante en el que el boina roja decidía extender el carnet (entonces era como un billetero y la foto iba por dentro) o seguía hablando con su colega sin atender a los pormenores. Ese segundo era como el que Uriarte u Ormaza (el fortachón bermeano) o Zubiaga (que le cascó tres de cinco al Madrid) tenían para decidir entre dar un pase o rematar. a gol Yo miraba a los ojos al boina roja como Liceranzu le miraba a los ojos a Mark Hughes. O me derribaba él o le regateba yo. Hubo de todo. Pero lo que observaba es que a medida que adandonabas la niñez y te superabas en la adolescencia, el regate era más difícil. A los boinas rojas no les importaba dejarse engañar por alguien que iba en pantalón corto, pero el pantalón vaquero les ponia en guardia. Cuestión de honor. Mi padre, que había dejado los toros, también cansado por el afeitado, se había volcado en el remo, en plena efervescencia de Kaiku, aunque no sé por qué yo le advertía una cierta delicadeza con Hondarribia (entonces Fuenterrabía).

Así que salvo las pequeñas escaramuzas entre los boinas rojas, la radio ocupó el trono de La Catedral. Aunque parezca mentira me pongo colorado cuando recuerdo que en pleno franquismo, los curas pintaban poco en un mundo en el que la radio era Dios. Si Antonio de Rojo decía que un disparo de Rojo había rozado el larguero al rojo vivo, pues había rozado el larguero al rojo vivo, aunque el balón hubiera pinchado una nube blanca. Si el ilustre José Mari Múgica escribia el martes (el lunes solo salía La Hoja del Lunes, mi cuna periodística) que Argoitia había jugado mal, pues había jugado mal y debería contradecirle la semana siguente cuando actuase en San Mamés. Creo que me hice periodista deportivo, tras pasar por distintos destinos, por tres razones: porque podía volver a San Mamés gratis, porque  podía ver al Athletic fuera, incluso en Escocia, quien sabe si otra vez contra el Dunfermline, y porque pensaba que lo que escribiera iría a misa porque no había televisión y los aficionados viajaban lo justo (finales y cosas por el estilo). El sueño duró poco, pero me exigió un ejercicio de responsabilidad que aprendí de aquellos maestros que me enseñaron que fútbol y literatura no era  un matrimonio condenado al divorcio.

Pero quedaban vestigios del comienzo. Para todo hay una primera vez. Para odiar a Ufarte, como el voluminoso señor que transitaba con dificultad por la general numerada amenazando mi lugar en el mundo futbolístico; para odiar a un árbitro, que con el tiempo fui viendo que están para eso, para ser odiados y ser como un cuñado en Nochevieja: un motivo de discordia. O para adorar a un ídolo, para festejar un titulo, para justificar un fracaso.

Y yo, que ya adoraba a mis ídolos, necesitaba mi diablo. Lo encontré un 18 de mayo de 1977, en San Mamés, donde no sé por qué estaba (si me colé, pagué o me dejaron entrar). Era la final de la UEFA ante el Juventus del canoso Bettega. El Athletic había perdido 1-0 en Turín y el canoso Bettega adelantó a los bianconeros al minto 7, pero Churruca empató cuatro minutos después. San Mamés era más catedral que nucna, un campo solemne, pero estruendoso. Carlos Ruiz, que también era casi vecino mío, de Begoña, hizo el segundo gol  con casi un cuarto de hora por delante. Y entonces llegó él. Se llamaba Erich y se apellidaba Linemayr. Era un árbitro austriaco, de esos que le gustan a a la UEFA por complacientes y diplomáticos y porque saben siempre quien debe ganar y perder. Y lo hacen por tu bien, por el bien del fútbol y de la competición. Carlos, el último pichichi rojiblanco se fue a por un balón dentro del área y fue derribado. Yo estaba a 70 metros pero lo ví como hubiera visto a Michelle Pfeiffer en una tormenta de arena. Penalti escandaloso. Hay veces que 70 metros en el fútbol son la cienmillonésima parte de un sentimiento. Fue penalti. Pero Linemayr era un árbitro UEFA, es decir de los que si no hay sangre, no hay penalti, salvo que sea sangre azul.

Ahí descubrí el odio que jamás practiqué después con ningún árbitro (García de Loza incluido) porque con el tiempo me di cuenta de que el odio en el fútbol es el placebo para la injusticia. La que había fuera del campo, aunque asomaba la cabeza la democracia.O esto en lo que se ha convertido ahora-

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