miércoles, 20 de febrero de 2013

El miedo puede con la rutina en Milán

De un matrimonio entre la rutina y el miedo no puede esperarse nada que brille, ningún futuro. Lo único que lo puede salvar es la llegada de un amante sorprendente, estrafalario aún mejor, para que salte alguna chispa que encienda las luces de la casa. La rutina la puso el Barça, con su tran tran, su sensación de hacer siempre lo correcto, de que tarde o temprano siempre amanece aunque el cielo esté tan gris como la panza de la burra; el miedo era cosa de un Milán lleno de veteranos en declive y meritorios que asumen su papel y aplican las condiciones del contrato con una fidelidad a prueba de bombas. El amante era un hombretón escocés que ejercía de árbitro en una noche de invierno y que decidió que ya estaba bien de bailes de salón y de murallas chinas; que así el fútbol no crece y si no crece, él no existe y se le va el sueldo en chucherías. Y llegado el momento decidió que una mano, con el brazo extendido, al borde del área del Barça y que traslada el balón a un compañero, es algo que no afecta al transcurso del juego, un accidente, un desprendimiento en la carretera (nunca mejor dicho, visto el estado del césped del Giuseppe Meaza). Y se dijo el escocés, que como es sabido es gente amable y jacarandosa (nunca se reconocerá como se debe a la afición escocesa, tan festiva como sensata incluso cuando se obnubila): esto lo arreglo yo, pensó, en un pis pas y le meto un cohete a un partido más gélido que la noche milanesa. Y dio gol.

Y el Milan, el dueño del miedo, el constructor de la muralla china, el guardián de la cueva, el rácano que defendía con nueve (excluyo a Pazzoni, por delantero, y al portero Abiati, porque era un observador del panorama), descubrió que su miedo, su falta de autoestima, su carnet de identidad caducado, resulta que estaba absolutamente en regla y que los accidentes lo mismo que dejan víctimas consruyen castillos de personalidad. Había descubierto que no hacía falta hacer nada para conseguir un gol, porque los goles -como dijo Di Stefano- no se merecen, se consiguen.

Y el Barça, instalado en la rutina, construía su canción con menos acordes que una canción pop, un vals sin música ni solistas, porque Messi firmaba su partido más abúlico de los últimos años, como si la guitarra se le hubiera desenchufado de repente y no se escuchara nada. Y porque Xavi e Iniesta fallaban pases y más pases, no porque desafinaran -son maestros de la guitarra- sino porque no entendían que el pentagrama del Milan en defensa estaba lleno de notas y no había manera de colar un diapasón porque siempre salía una pierna que como un mastil erguido y arriaba una y otra bandetras. Con Messi desenchufado y Cesc meláncolico desde el minuto uno, el Barça quiso ser fiel a su estilo y convirtió el toque en retoque, y su habitual canción en un vulgar estribillo, su discurso en una letanía, un mantra que esta vez no aburrió al rival sino a sus autores. Daba penita ver al pobre Pedro meter la quinta buscando posiciones ventajosas para los pases interiores de sus compañeros que estos repudiaban una y otra vez como creyendo que la rutina les hace grandes. Bien está ser fiel a tu estilo, que además te ha convertido en el club más grande de los últimos años, posiblemente; lo malo es convertir el estilo en obcecación: eso es una falta de estilo.

Y el Barça se obcecó en Milán como si solo tuviera una lección aprendida ante un rival que funcionaba como gastadores  en combate. Poco le importaba que Montolivo apareciese poco, muy poco, lo justo, o que El Saarauy estuviese más tiempo en fuera de juego que dentro del juego. Tenía la potencia de Boateng, el futbol perruno de Ambrossini, y entre unos y otros salvaban las carencias de sus dos centrales (Zapata y Mexes) que hicieron cuanto estuvo en sus pies para facilitar la tarea del Barça. En nada de eso se fijaron los chicos de Roura, que solo se aceleraron cuando encajaron el segundo gol en otra obcecación, esta vez defensiva, por ir todos a por el mismo jugador y dejar al resto libre.

Bien es cierto que pudo ser penalti un derribo de Mexes a Pedro, pero ahí cabía aplicar el margen de la duda al dudoso criterio del amante escocés. Y cuando el Barça se aceleró ya tenía la sensación de que aquel amante intrépido vestido de azul le había  destrozado el matrimonio, aunque en realidad era su rutina la que habia convertido el fútbol en lo más parecido a un domingo cuando cae la tarde.

Mucho deberá trabajar en el Camp Nou donde la muralla china del Milán tendrá más pisos y se verá menos el horizonte. Quizás deberá renegar de parte de su estilo: desanudarse la corbata que siempre cae en el justo medio de la camisa, remangarse una manga, ponerse vaqueros en vez de esmoquin. Algo que le haga ser menos previsible, salirse de la moda. De su moda, tras el lamparón de Milán.

sábado, 16 de febrero de 2013

El futbolista insignificante

Se tiende a pensar que el futbolista insignificante en un equipo es aquel que no sale en las fotos, el que hace el trabajo sucio y el limpio, pero a fin de cuentas,trabajo, solo trabajo, el que se lleva las tarjetas de los demás, el que hace el penalti que nadie quiere hacer, el que pone la frente en la frente del rival, el que se queja al juez de línea para abrasarle, el que le advierte a la figurita rival de sus malas intenciones, el que pide al público un aplauso cuando el equipo pierde, el que reclama los aplausos del equipo al público que se ha hecho una calcetinada de kilómetros para verles perder. Ese es el futbolista insignificante, al que el público recrimina, quizás por su falta de talento, por su defecto de técnica, por su mala relación con el gol, por su exceso de tarjetas, -generalmente ajenas-, por sus lesiones, por sus extraños golpeos del balón, por su afán de romperse la nariz en cada balón aéreo.

Pero, ahora, el tiempo, el fútbol, ha cambiado. El futbolista insignificante puede ser el futbolista acreditado, el catedrático del gol, el doctor con cientos de publicaciones, el médico con masters de verdad, el tipo que te salvó la vida diez, cien veces, y al que ni le miras a los ojos cuando te lo cruzas por el césped. A Hugo Cholo Sotil, un goleador peruano, Neeskens le mando a la grada (cuando solo podìan jugar dos extranjeros en la Liga española) en el Barcelona, mentras el resto de equipos se morían por tenerlo en las filas de su ejercito.

Ayer, en La Rosaleda, donde con ese césped difícilmente puede crecer una rosa, ni siquiera la de Alejandría (jeque aparte), el Athletic pasó de Aduriz, primero, y de Llorente, después, empeñado Susaeta en combinar unicamente con  Iraola , e Ibai Gómez en buscarse la pierna derecha para lanzar un misil, un cohete o un perdigón. Debe ser desesperante para un delantero centro nato sentirse tan insignificante como un jilguero en la madre de todas las batallas o tan olvidado como Sotil en la grada del Camp Nou.

Aduriz solo apareció en Málaga como un errata en el argumento de un gol cantado que exigió lo mejor de un gran Caballero. Llorente, después se significó por un gol anulado (con ojo de halcón) en el único balón que tocó. Nadie supo que ellos andaban por allí, cada cual ensimismado en sus órdenes estrictas, cada cual sujeto a su Gibraltar particular. Si además Ander Herrera, el ingeniero, y DeMarcos, el dinamitero, se habían dormido en la garita, el Athletic más que un cuartel parecía una tropa de montaña luchando contra la nieve acumulada.

Bien que el Málaga es un equipo bastante bien armado (aunque nota la baja de Monreal, mal sustituido por Antunes), que se sabe la lección, que no se acelera, que tiene en Camacho el futbolista insignificante que le eleva la nota, que Isco se busca el sobresaliente, a veces con más parafernalia que eficiencia, que asusta con la bestia (aún mansa) de Baptista, y sobre todo que tiene enToulalan, ayer reservado para el final, la ejemplificación del futbolista insignificante lleno de significado. Messi cambia el significado del fútbol con sus botas y sus pies. Tipos como Toulalan lo cambian por su apropiación del espacio.

Es tiempo ya de que el Athletic se pregunte por qué pierde los partidos que no tiene que perder. Bien, el Málaga en conjunto fue mejor, pero el Athletic pudo empatar perfectamente, en un acto de justicia legal (no poética) y sin embargo lo perdió por méritos propios: por mala defensa, por la aceleración en  contar con Gurpegui, por los pecados de juventud de Laporte, por la ineficiencia de Aurtenetxe, por el descontrol de De Marcos, por la imprecisión de Herrera, por la indefinición de Aduriz (en la única que tuvo), por el egosimo de Ibai Gómez, ajeno al juego, por el desconcierto de Iturraspe. Aún así pudo y debió empatar. Un asunto para reflexionar. Más ante un Málaga armado, paciente, sin demasiadas estridencias, a veces rutinario, a veces imperioso, que obtuvo un gol de Saviola (¿quien si no?) como podía no haberlo obtenido, poque el Athletic cuando tiembla en defensa (a menudo) no mira al rival, sino al balón, como el hombre sencillo mira sólo el dedo que le enseña la luna.

Al menos le quedó un consuelo. Raúl fue un portero de garantías. Bien con el pie  y bien en el mano a mano, tranquilo como un portero de la selección de Laponia y sensato en todas sus acciones. Quizás el futbolista del Athletic que mejor pasó el balón al pie de sus compañeros. Pero conviene hacer un ceda el paso. Acaba de empezar. También Laporte nació como un rayo y ahora aparecen algunas tormentas. Llegará la calma. Es la hora de los futbolistas insignificantes, las columnas del templo.

martes, 5 de febrero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (y XI): La soledad del éxito

Eso de nacer en la temporada que el Athletic ganó la Liga con un tipo que se llamaba Fernando Daucik en el banquillo es lo que popularmente se llama, una putada. Porque resulta que contigo ya en vida, tu equipo habìa sido el mejor pero tú no te habías enterado.  ¡Que sabía yo quien era Daucik, ni Mauri y Maguregui, la mítica media, ni Merodio ni Gainza ni Lezama ni Canito ni Marcaida (un goleador al que la historia ha tratado muy superficialmente)! Supe después, mucho despues, que Orue vivía en el barrio que estaba debajo del mío (ya van cuatro, Rojo, Rojo II, Carlos y Orúe de Begoña). Y que el Athletic de Daucik comenzó la Liga, un mes después de que yo viera la la luz del día, tras un agosto caluroso como los de aquellos tiempos, ganando al Sevilla 6-1, con tres goles de Arieta I, dos de Mauri, el fortachón, y uno de Artetxe, cuando era delantero.

Sarabia, en Las Palmas tras ganar la Liga en 1982
Es muy duro saber que cuando tú naciste pasó algo importante de lo que tú no te enteraste, sumido en sueños profundos y siendo dependiente de la leche materna. Años después, leí un magnìfico reportaje de Manuel Vicent en EL PAIS, en aquel dominical, dentro de una serie que  hizo sobre los países del Este, del telón de acero. Una frase se que qedó grabada de por vida. Era la que decía algo así: "Cuando llegas a un país de la Europa del este (soviética) tienes la sensación de que has llegado a un país donde ha habido una fiesta y tú has llegado tarde". Se refería Vicent, en ese caso, a la acumulación artìstica con la que se quedó el régimen comunista tras la paz de Yalta, pero era un retrato muy exacto de la visión se esos países. Me acordé años mas tarde cuando visite Magdeburgo, cuando existía el Las Alemania  oriental, oliendo al queroseno que alumbraba tibiamente aquellos cuarteles que llamaban hogares. Por cierto, perdió el Athletic (entrenado por Iribar) 2-1, con una actuación  soberbia  de Vicente Biurrun que me permitió tituar la crónica con San Vicente Biurrun, algo que incomodaba al director del periódico, por aquello de mezclar santos y peloteros, pero que respetó en ars a la deontología con el compañero.

Pues eso, que yo había llegado a un lugar, Bilbao, donde había habido una fiesta en la que yo no había estado. Ni siquiera había nacido en Basurto, para oler la hierba de San Mamés, porque en aquellos tiempos nacíamos en casa, como ahora, después de los doliores. Pero el tiempo me tenía resevado mi momento de gloria, mis 180 minutos de gloria, porque si yo había alumbrado al Athletic con mi alumbraiento, el Athletic me debía algo que me devolvió entre 1982 y 1984. Como es generoso, duplicó el regalo.

Por razones que no vienen al caso, no estuve en ninguno de los dos partidos que nos dieron dos títulos de Liga. El primero, en Las Palmas (donde unos años después estalló el caso Clemente-Sarabia, y ahí sí estaba) y el segundo en San Mamés, contra la Real. Del primero tengo pocas noticias, porque cuando De Andrés marcó en poropia puerta apagué la radio y no la encendí hasta cico minutos antes del final. Del segundo recuerdo que ETB, que no podía dar el partido, por razones obvias, emitió un Athletic-Real Sociedad de juveniles, que coincidía en horario con el acontecimieno de San Mamés, si no recuerdo mal. Ví la primera parte, pero el gol de Uralde me deprimió hasta tal extemo que no quería ni ver a los juveniles, y apagué la tele y encaminé los pasos hacia la cercana explanada de Begoña con esa sensación que todos tenemos de ser los culpables, de ser gafes, de que cuando tú no lo ves, tu equipo juega mejor, y cuando estás presente, ellos parecen sentirse molestos contigo. No era un a cuestión religiosa, porque nunca he creído ni en la religión, ni por lo tanto en los milagros. Los cohetes me anunciaron la remontada, que luego syupe que había sido obra de Liceranzu, algo que me emocionó profundamente porque, a veces, el destino reserve un lugar en la hornacina de los héroes a los presuntos aclores secundarios.

Liceranzu, autor del gol ddel titulo de Liga en San Mamés

Sí, el San Mamés más íntimo lo viví fuera de San Mamés, allí, en aquellos bancos de Begoña, vacíos, con tres o cuatro viejos a los que les podía la rutina y les pillaba el Athletic, para entonces, más lejos que sus años de currantes.Allí donde de niño cambiaba cromos. Ese día, cuando supe que el Athleti había vuelto a ganar la Liga, remontando, con todo el intringulis del mundo, con toda la pasión del mundo, deduje que la felicidad es un asunto íntimo, que no se traslada en gritos, ceremonias, histerismos, llantinas. La felicidad es algo muy personal que se comparte después. Lo primero eres tú, cuando te sientes más feliz que Liceranzu en el momento de clavarle el gol a Arconada que valía un título, quizás irrepetible (tal y como va el fútbol). Que él sólo es el actor de una historia que es tuya. Allí, solo ante la Iglesia de Begoña, que había marcado mi historia pero me había vuelto inmune a la fe y a los milagros, yo fui el Athletic por unos minutos. Entendí que por fín la deuda había sido saldada. Y lo que vino después ya fue solo el estanque dorado.

domingo, 3 de febrero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (X):El Gabinete de Clemente

"Ya se que eres sarabista, pero a mí me da igual porque no leo la prensa. Así que con tal de que no me toques los cojones...". Esas fueron las primeras palabras que me dirigió Javier Clemente, apoyado en un mostrador de Lezama, el día que me lo presentaron, mientras ojeaba las páginas del diario Egin. Curioso. "Solo me interesa lo que escribe Latxaga", entonces redactor de deportes de aquel diario, me soltó, y a mi me pareció que en el fondo estaba escenificando ante mí lo que podría haber sido una conversación en el vestuario: la tensión necesaria, la contradicción medida, el enfrentamiento interno, el pique motivador, la gallina y los polluelos. Pero algo no debió funcionar en aquella estrategia porque al final Clemente y yo trabamos una relación profesional sincera, yo diría que una amistad cordial, sin abrazos ni aspavientos, educada y con las mentirijillas justas para que pudiera alimentarse. ¡Ah!, y Latxaga y yo fuimos y somos buenos amigos. El Gabinete Caligari debió tener algunas fisuras o es que sencillamente la condición humana está por encima de cualquier estrategia psicológica.

Quizás influyó que yo venía de la información política y de la información sociocultural, y lo de la información deportiva fue una agradable sorpresa que me dió otro imponente amigo, entonces mi redactor jefe, José Manuel Alonso, inquieto como un adolescente, reflexivo como un sabio, al que se le courrió un día que por qué yo no hacía las crónicas del Athletic con la consiguiente extrañeza de  mis compañeros de redacción. Y la mía.

Y así me encontré con Clemente, al que yo había visto como jugador  en el poco tiempo que el destino (y Marañón) le dejaron jugar al fútbol. Sabía de su zurda poderosa, que era un interior izquierdo de los de aquella época, de los que lo mismo rascan al rival que le someten a un quiebro infantil, que era fuerte y resistente, que era rubio y que se antojaba como un futbolista de tronío al que alguien le rompió una pierna en 1969 y le mandó al banquillo para siempre. Había intentado recuperarse en Francia, había probado incluso de vuelta en el Bilbao Athletic, lo intentaba con un denuedo que resultaba estremecedor. Pero no había viaje de vuelta. El transiberiano no volvía.

Sin duda aquello le marcó. Es imposible que una herida grande no te deje un recuerdo. Quizás allí entendió que el fútbol es para los que arriesgan (de ahí lo de mingafrias), de los que se parten el alma (que es la antesala para partirte la pierna), de los que hacen grupo aunque se limiten a contar chistes. Y quizás de ahí su mirada de reojo a los que requiebran, a los actores principales, a los monologuistas o a los que él consideraba monologuistas. De ahí que muchos pensaran que había mucha hiel, mucho resentimiento,  en la presunta aversión de Clemente a los artistas del fútbol de la que se derivaban sus conflictos con Sarabia, con Lauridssen (en el Espanyol), con Baltazar,  con Llorente (en su ultima estancia en el Athletic). Que los ídolos le recordaban su árbol caído y en vez de odiar a los leñadores prefirió mirar mal a los árbboles.

Nunca lo creí. Nunca ví esa maldad en los ojos, esa pérdida de autoestima, por más que entre los vascos cultivemos tan a manudo una suerte de victimismo que a veces nos enseña el precipicio. Creo sinceramente que pensó que una buena cuadrilla era mejor que la Osa Mayor. Y ahí estuvo su acierto y su error al mismo tiempo. El Athletic que procuró las dos Ligas, la Copa y la Supercopa entree 192 y 1985, no era una caudrilla. La imponencia social del entrenador fue tal que, como suele ocurrir en estos casos, difuminó la verdadera calidad de un equipo tremendo, la conjugación del verbo ser. Todos eran  y estaban, cada cual con  sus virtudes, cada cual con sus defectos, sumando potencia, habilidad, remate, colocación, entrega, musculación.

Aquello con  lo que se obtuvieron dos títulos de Liga (de los que mañana hablaremos) marcó el futuro de Clemente a la hora de concebir el fútbol. Conviene no olvidar que si Javier Clemente fue un futbolista precoz y breve a la vez, resultó ser un entrenador precoz en el éxito. Y quizás la venda fue demasiado grande para la herida. Obtenido el éxito, descomunal incluso en aquellos tiempos menos globales, Clemente no solo afianzó su pequeño manual futbolístico y su guía psicológica para conducir equipos, sino que pasó al contraataque, enamorado de los micrófonos, las trifulcas, la polémica con los futbolistas, los entrenadores, los presidnetes y, sobre todo, con los periodistas,

Yo, que mantenía mi amistosa y educada relación con aquel ídolo, empecé a pesar que quizás el entorno le interesaba más que el argumento. Y a mí me interesaba el argumento. Era como en los libros: me interesaba más la trama que la encuadernación del ejemplar. Luego, Clemente volvió dos veces más a Bilbao. Un error de ambos, suyo y del club, porque hay sensaciones que no deben repetirse. "Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver", escribió Joaquín Sabina, pero creo que fue después de que todo esto ocurriera.

El problema fue que para el Athletic, el símbolo que significó Clemente, tras suceder sorprendente y quizás injustamente, a Iñaki Saez, en lo que algunos llamaron "el abrazo del oso", que a su vez volvió a sucederle a él en la gran crisis (Sáez es otro gran personaje del Athletic), el problema, digo, es que el Athletic (y su entorno) se encadenó al símbolo como si fuera una tormenta o un amanecer (según  los casos).

Y, sin embargo, a pesar de las andanadas al grupo periodístico que me pagaba, a las discusiones que esporádica o frecuentemente manteníamos,   a la llegada de otros entrenadores que rascaban sus éxitos, a sus posturas electorales, a sus idas y venidas por todo el mundo del fútbol, nunca le perdí el cariño. Ni él dejó de cogerme el teléfono. Eso sí, en temas futbolísticos aún está por llegar el día en que nos pongamos de acuerdo. Eso espero.





viernes, 1 de febrero de 2013

Justicia poética en Zorrilla

Lo peor de una fiesta es que salgas con la cabeza caliente y los pies fríos. Y de Zorrilla, bajo la lluvia y el viento, probablemente nadie salió satisfecho del resultado de un partido trepidante, sin pausa, quizás poco inteligente, pero vocacional, del Athletic y del Valladolid. Lo bueno de los empates justos es que ambos equipos creen que pudieron ganar. Los empates injustos son eso, injustos: castigan al que debió ganar y homenajean al que no mereció el premio. Quizás apurando el juego, midiendo el pálpito del patido, algo siempre difícil de medir, el Athletic puso más fútbol en la balanza o al menos lo puso más tiempo. Pero es algo intangible, algo que muchas veces tiene más que ver con el color del cristal con que se mira. Así que habrá que convenir que hubo justicia poética en Zorrilla.

Lo que está claro es que estando Valladolid a tres horas en coche de Bilbao, el Athletic llegó tarde al Nuevo Zorrilla. Y cuando le despertó la lluvia, ya había encajado dos goles en dos casos de desafección defensiva y de listeza vallisoletana. Porque el equipo de Djukic salió como si el partido durase veinte minutos o como si una norma de la UEFA de última hora hubiera dicho que quien marcara dos goles podía irse al vestuario con los tres puntos. Los goles de Javi Guerra y de Bueno fueron un homenaje a la intensidad y un descrédito de la apatía. El Athletic volvía defender mal (y la defensa no se juega sólo en las áreas) y a conceder pases erróneos al contrario como invitándole a que saquee tu casa. La pareja Laporte-Gurpegui, se cruzaba en exceso, confundidos, y San José, la primera frontera, tenía la barrera abierta mientras resolvía su particular crucigrama. Tampoco los laterales pertenecían al mejor servicio de seguridad. Y a Muniain, su lateral contrario le parecía un prófugo que se jugaba la vida.

Pero ha alcanzando el Athletic una condición que parecía perdida. La de la resurrección, la de las banderillas negras, la de no dar nunca nada por perdido. Es verdad que había padecido el penalti clamoroso no señalado al Valladolid por agarrón a Aduriz y un remate glorioso, espectacular del guipuzcoano al poste que de haber sido gol hubiera optado a los mejores de la Liga. Demasiados contratiempos. Pero no es menos cierto que también se benefició de una acción impropia de Aduriz con un codazo a Marc Valiente que le mandó al hospital y que el árbitro resolvió con una tarjeta amarilla que debió haber sido roja. Al fútbol, insisto, no se juega con los codos.

Tenía mala pinta el asunto, prque además Herrera no se ubicaba, dudaba, resbalaba, se caía, chutaba en exceso y eso siempre es un problema para el Athletic, mientras el Valladolid arrasaba su banda derecha con Rokavina y Larsson, frente a los que Muniain (Bart missing se diría) y Aurtenetxe exhibían toda su impotencia. Pero llegó el gol de De Marcos, tras un pase interior de Herrera, y el partido cambió.

Susaeta había cogido la bandera del equipo, se la había embuchado y comenzó su recital de sabiduría futbolística para irse por aquí y por allá, para desconcertar a la defensa, para ampliar el marco de posibilidades, para variar el juego, para ampliar el repertorio, y el fútbol le premió con un gol circunstancial, que vino precedido de un rebote en el cuerpo de Aduriz para que el eibarrés lo alojase en la red.

El Athletic le había hecho recular al Valladolid, ya menos fluído, pero no menos voraz. El equipo de Djukic está concebido para tener el balón y de lo contrario sufre. Y sufría, aunque hubo un tiro al poste y una oportunidad clamorosa de Omar que podían haber abierto uno de los ojos presuntamente cerrados de la justicia. Los partidos de toma y daca son apasionantes, quizás más apasionantes que bellos, y en la voracidad esconden algunas carencias técnicas. Pero siempre está la emoción del directo, que dicen los músicos y los actores de teatro.

Y así se quedaron dos puntos en el limbo rojiblancos y en el blanquivioleta, buscando un dueño que no llegó al recate. Hasta Bielsa quiso participar en el misterio con el cambio no realizado de Iturraspe al que quería hacer ingresar en el campo en el tiempo de prolongación. Nunca la he visto a Bielsa perder tiempo con un empate, así que no alcanzlo a saber qué pasó por su cabeza. Quizás ni él lo sepa.

Mi vida secreta en San Mamés (IX): El bolero de Manuel

Cierras los ojos, escuchas el punteo de una guitarra en un bolero y es lo más parecido que puedes encontrar al juego de Manolo Sarabia. Se decía de la guitarra en un bolero era el terciopelo para el sillón de la voz. Pues eso era Manolo Sarabia, con su cuerpo de aspecto desgalichado, debilucho parecía, con aquellas piernas largas y un tranco suave que se movía por el campo como sin prisa pero sabiendo siempre a dónde ir. El final en el fútbol siempre es el gol, pero en el caso de Sarabia (el cigüeño le decían algunos en la tribuna) había que aplicarle la filosofía del buen montañero que dice que lo importante no es la meta sino el camino. Porque cuando Sarabia cogía el balón soñabas por el gol, pero disfrutabas con el dribling, con el quiebro, el requiebro y el diapasón que le ponía a cada encuentro con los rivales. No, defender no defendía mucho, porque también seguía el dictado cubano de no dar un paso atrás ni para tomar impulso. Pero ¿qué más daba? Otros había que hacían ese trabajo maravillosamente bien y le permitía a Manolo (entonces le decían Manolo más que Manu) iniciar su repertorio de boleros que convertín San Mamés en otro teatro de los sueños. Hasta cojo, roto, lesionado en una prórroga copera, le hemos visto marcar (¿o no marcó?, ¡qué más da!) de cabeza a la salida de un córner. Si a los guitarristas les duelen los dedos tras un largo concierto, a Manolo le dolían aquel día las piernas y diría yo que las bolas (ahora gemelos) ya no le cabían en su alargada osamenta.

Manolo Sarabia era la reafirmación de que el Athletic ya no eran aquellos magníficos aldeanos de siempre a los que se refirió Mr. Pentland, sino que el arte ya no sólo estaba en el arco de San Mamés, en el magnífico recipiente futbolístico que durante tantos años ha hecho de Guggenheim para atraer turistas a Bilbao. Antres del Guggenheim, existió La Catedral y los peregrinos fueron cientos de miles (quizás millones) atraídos más que por el arte estructural, por la magia de un estadio en el que el público era el principal protagonista.

Pero allí expuso entre otros sus obras Sarabia demostrando que en el Athletic también se sabía pintar, dibujar el fútbol, colorearlo, reivindicando el fútbol de jugadores selectos (la lista sería interminable desde Gorostiza, por ejemplo, hasta Ander Herrera) que si fueran a ser enumerados ahora, internet, en su inmensidad, parecería la cartilla de un colegial. Cada cual puede poner los suyos, artistas que compartieron escenario con guerreros todopoderosos desde Belauste o Venancio hasta Goikoetxea o Gurpegui, corpachones incansables nunca exentos de calidad.

Pero Sarabia era el violinista, cierto que a veces caprichoso, pero nunca insolidario, salvo que se gripase el motor. Y como buen solista tuvo sus enloquecidos fans y sus enfurecidos detractores. Ocurre siempre con los genios que llevan la polémica en los genes, probablemente porque sus fans a veces magnifican las rutinas y los detractores siempre le exigen lo imposible. Diríase que se le exigía, a veces, a Sarabia que tocase la guitarra con una mano.

Y como la polémica le perseguía, le persiguió hasta el último día, en aquella tormenta imperfecta con Javier Clemente que resumió en una frase genial el periodista, compañero y amigo Patxo Unzueta: "El poder y la goria", definió aquel desencuentro total, la mayor fractura social que ha vivido el Athletic y a cuyo lado el asunto Llorente parece un juego de niños. Pero eso es otra historia.

Cada vez que Sarabia recogía el balón en el centro del campo, el cosquilleo era general, su carrera por el césped era como una sucesión de arpegios, y producía la misma emoción que para los amantes de la guitarra significa ver bailar los dedos de Paco de Lucía en el mástil de tan sencillo instrumento. Alguien dijo una vez que el único baile real era el de un guitarrista recorriendo la guitarra. El fútbol es un poco lo mismo: no sólo importa lo que se consigue, sino cómo se consigue y aún más, lo que anuncia, lo que sugiere.

A Manolo le ví muchos y muchos partidos, porque en su época un servidor ya ejercía esta profesión que, por devoción, nunca parecía una obligación. Diría que casi los vi todos. Incluso con el aquel Logroñés que cautivó a media España junto a Setién, Alzamendi, Ruggeri (éste de artista tenía poco) y compañía. Y a mí me hizol más fácil. Comprendí que la belleza y el sudor son compatibles, que el arte y el cemento no tienen por qué llevarse mal, que al fútbol se va a disfrutar, a vivir el momento, los momentos, por encima del resultado. Pero encima Sarabia y compañía, aquel equipo de hierro forjado, consiguió ser bicampeón de Liga, y campeón de Copa. Y tuvo la Supercopa sin necesidad de rival. Y es que era un equipo muy de Bilbao, aunque Goikoetxea fuera de Alonsotegui, Zubizarreta de Aretxabaleta, Dani de Sopuerta, Urtubi de Muskiz y Sarabia, el artista, el violinista, el guitarrista del bolero, de Gallarta. De la mina. Paradojas de la vida.

jueves, 31 de enero de 2013

Mi vida seceta en San Mamés (VIII): Cantares

Antonio Machado, el ilustre poeta, el más sencillo, el maestro, el que viniendo del patio sevillano fue capaz de enamorarse de los campos de Castilla, no era del Athleic pero podría haberlo sido si le hubieran destinado a Bilbao en vez de a Soria y haberse paseado por San Mamés un ratito, aunque  que ya es sabido que no era hombre de fútbol. Pero se habría dado cuenta de la pasión bilbaina por expresar cantando los sentimientos. A saber: la euforia era cosa de txikiteros que, amén de beber los caldos de La Alhóndiga (o quizás por eso), aclaraban la garganta con cuaquier habanera o bilbainada de pro para licuar el presunto zumo de la uva. El vasco en general, y el bilbaino en particular, siempre han pasado por ser uno tipos discretos, nada dados a los cantantes solistas, prefiriendo siempre hacer la segunda voz para que se note, pero lo justo.

Quizás lo de cantar en San Mamés sea un herencia soiciológica del mundo inglés. Es sabido que Bilbao ha sido inglés por naturaleza hasta que dejo de serlo. Y sabido es que en Inglaterra canta la afición del Liverpool como la del Watford, y los escoceses no callan en todo el partido. Nada hay más hemoso que ver a los ingleses cantar Good save the Queen y a los escoceses reponderles con un Good fuck the Queen. Y no pasa nada. En el fondo, los musicales los inventó el fútbol y qué quieren que les diga, salvo honrosas excepciones, me quedo con la música futbolística  antes que con esas edulcoradas canciones nacidas del vientre de Walt Disney.

Quizás todo venga de que yo nací a la música con los Rolling Stones y quizás lo mas alejado a Keith Richard sea un acordeonista en un himno, pero si la música nace de las tripas (las mismas con las que cantaba Amalia Rodrígues) entendí al segundo que aquel Alirón alirón, el Athletic campeón no lo hubiera  escrito nunca Antonio Machado, pero lo hubiera firmado Rubén Dario, que a fin de cuentas escribio que "la primavera ha venido / y nadie sabe como ha sido". Y decía un  amigo mio que si hubiera escrito "la primavera  ha llegado" hubiera cerrado la rima escribiendo, siguiendo la lógica , "y nadie sabe como ha sado".

Lo del Alirón era más lógico. Luego se ha discutido si nació de una cupletista, de un cabaret. Da igual. En cualquier caso en algún  lugar de buen vivir. No seré yo quien desentrañe la historia y revele la magia. Lo cierto es que la palabra es grandiosa. Lo facil es decir "Illa, Illa, Villa maravilla" o "Ano, ano, ano que viva Cristiano". Lo ingenioso es inventarse el Alirón para decir que el Athletic es campeón (entonces lo era, ahora también, pero no gana títulos). Mis honores a la cupletista, si fue ella, o al letrista desconocido, pero a mí aquel grito me llegó al alma. Y ahí sigue.

La cara B del disco rojiblanco fue el himno antiguo del Athletic al que le puso letra en 1950 Goyo Nadal y música Timo de Urrengoechea. Reconozco que tengo debilidad por las caras B de los discos. Debe ser un reflujo de la juventud, cuando se estilaban (creo que ahora vuelven) los singles en los que la cara A la elegiá la discográfica y la B el autor. "El Athletic como era vasco, todos le tenían asco, ahora que es campeón todos le piden  perdón". Pura revolución, puro punk en pleno franquismo, puro Bowie. Y se la sabía todo el mundo, un asunto nada menor porque no es lo mismo saberse la canción que escucharla. El himno del Liverpool, tan afamado, tan sacramentado, es una pura mierda si lo oyes en el radioCD del coche. Pero si lo escuchas en Anfield o en Dortmund, en la final del Alavés, se te caen las criadillas al suelo. Y tú sabes que es una  mierda, pero un orfeón de 30.000 personas son capaces de levantar incluso una canción de Julio Iglesias.

San Mamés ha sido (y recalco lo de que ha sido) un estadio cantarín, un karaoke sin letra, un concierto a capela. Hasta para cantarle a Iribar se le puso música a aquel verso con rima asonante que era lo de "Iribar, Iribar, Iribar es cojonudo/ como Iribar no hay ninguno". Y es que no es lo mismo gritar que cantar. Generalmente se grita para insultar y se canta para alabar. Y a Iribar se le cantó mucho y muy seguido porque el chico desafinaba menos que Keith Richard. Pero no fue el único. Incluso, el ingenio de San Mamés fue capaz de hacer una canción coral que incorporaba  a varios futbolistas. No se cuanado la oí por primera vez, pero igual me da. Decia:  "Arriba, arriba arriba, arriba Rojo ese balón, que Amorrortu lo prepara, chuta Lasa y mete gol". Luego, como las buenas canciones tuvo muchas versiones. La canción  tenía su miga, porque Lasa metió muy pocos goles, y derramó más sudor que detalles, pero se ve que algún día estuvo sobrado (yo no debía estar) y la gente le hizo una canción. Otra, la de las primeras Ligas, de aquellos tiempos del cuplé, cumplimentaba a toda la alineación e incluía al entrenador: "Aupa Txirri, aupa Blasco, Goros, Pichi, Careaga y Velasco, Unamuno, Batá y Felipé (así ,con acento ambos en la canción), Roberto, Muguerza y el míster inglés".


Antonio Mercero
Carmelo Bernaola
Con los nuevos tiempos el Athletic apostó por el aggionamento de su himno y le encargó la letra a mi buen amigo y excompañero Agustín Zubikarai y la música nada más y nada menos que a Carmelo Bernaola. A Carmelo le debo mucha sabiduría, si algo me quedó, desde aquel día que quedé con él en Madrid junto a Antonio Mercero, realista de pro, para hablar de un derby Athletic-Real. Si algo me ha dejado el periodismo como huella solemne fue aquella larga conversación  con  ambos en un restaurante indescriptible junto a un teatro cuyo nombre no recuerdo. Nunca aprendí tanto. Nunca fui futbolísticamente tan feliz. Y de paso me granjeé la amistad del gran Antonio Mercero con quien desde entonces seguí comiendo cada vez que caía por Madrid, que era a menudo, para comer carne (esa era la condición) y hablar de cine, de televisión, de fútbol, de música, de San Sebastián, de Bilbao. Es lo que tiene la buena gente,  que da a todos los palos.

Carmelo le puso música al actual himno del Athletic respetando el anterior y Mercero es capaz de adorar a la Real sin perderle el respeto al Athletic. Ahora se canta menos en San Mamés, como en las taberna, y algunos confunden el canto con el presunto ingenio de insultarle a un búlgaro llamándole español. Recuerdo que una vez me decía el gran pianista Joaquín Achúcarro, pianista de pro, amante el jazz y del tango, amén de su pasión por la música clásica, que no repudiaba el pop, pero lamentaba que "utilicen  tan pocos acordes cuando hay tantos". Como en los cantares.  Como en el fútbol, Joaquín.

PD: Marcelino Amenabar estrenó en 1923 su pasodoble al Athletic en Atxuri, donde nació un servidor, eso sí muchos años después. Sin  más.

miércoles, 30 de enero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (VII): Piru Gainza, ¿divino o adivino?

El único futbolista al que no he visto jugar y, sin embargo, tengo la sensación de saber perfectamente cómo jugaba, fue Agustín Piru Gainza. No le ví  a Zarra, pero me lo imaginé como un gastador, como un Juan Sin Miedo del área, como un 9 de aquellos que se raspaban la frente con las costuras del balón. Tampoco vi a Panizo, el estilista, el que la tocaba, la paraba y la movía, ni a Venancio, con aquel corpachón que ya en las fotos acojonaba al más valiente. A Piru sí le entreví. Todo sucedió pasado el tiempo, con el poso que deja el té turco, el de verdad, no el del Gran Bazar. Conocí a  Piru Gainza cuando ya era un consejero áulico del Athletic, es decir el tipo al que vas a hacerle la pregunta leninista por nantonomasia de ¿qué hacer? cuando ninguna de las respuestas anteriores te han llevado a ningún sitio.

Piru Gaínza era uno de esos personajes que debieron ser inmortales por el bien de todos, aunque tuvo el placer de morir tras su habitual partida de mus, su habitual cena ligera, y en la cama, como quien se cansa una noche de estar despierto. Piru se murió como vivió, con un toque de ironía y con la profundidad que la vida tiene cuando no le das demasiadas vueltas a la muerte.

Ya se sabe que fue apodado El Gamo de Dublin por Matías Prats, que a primera vista no tuvo claro lo de jugar en el Athletic porque prefería el sueldo fijo de la empresa en las que trabajaba a la evanescencia de los cantos de sirena  (¡ay, cómo hemos cambiado!), que era un zurdo nato, que tenía la cabellera a lo Humphrey Bogart ( a mí siempre se me pareció más a mi padre que Zarra, y a veces, viendo fotos los confundía), pero para mi fue un descubrimiento.

Aquel dia, un día, hace muchos días, me enseñó el catón filosófico del fùtbol. En aquellos días, los periodistas, pocos, que acudíamos a Lezama, teníamos vía libre por los pasillos  y esperábamos a los futbolistas a la puerta del vestuario. Así me enteré yo de las dudas de Zubizarreta para irse al Barcelona, de la renovación de Noriega por el Athletic o de la sanción disciplinaria a Miguel de Andrés, el griego, revestida de algo parecido a un tratamiento psicológico (¡manda cojones!). Pero mientras ellos salían con olor a gel de ducha, y algunos a linimento, tras el  el entrenamiento (entonces no se decía esa cursilería de entreno) tuve la oportunidad de compartir desde la cristalera del primer piso muchos entrenamientos al lado de Piru Gainza. No sé por qué me cogió cariño. Yo sí sé por qué se lo cogi a él.

Aquel día, un dia, hace muchos días, correteaban los muchachos por la pradera y Piru, acodado en la ventana a mi lado me preguntó:
 -¿Qué te parece el diez?".
-"¿Ayúcar?,  repregunte yo (luego entendí que ni la Stassi le hubiera confundido a Piru Gainza)
 -"¿Si, el rubito?".
- "¡Ah, vale! Yo le veo muy blandito".
- "Es cierto",  dijo él, "muy blando en la disputa".
 - "Además", dije yo, "flojísimo en el juego aéreo" (entonces tan valorado en el Athletic).
 - "Una mierda, de cabeza", dijo él.
-  "Yo no le veo", dije yo, "en tareas defensivas". Andaba ya sobrado por la aquiescencia del ídolo, sintiéndome el director deportivo,  que entonces era Iñaki Sáez, cuando el maestro, mirando hacia el otro lado de la ventana, respondió:
- "Tienes razón, es blandito, va muy mal de cabeza y no defiende una castaña. Pero ¿tiene una zurda que te cagas?".

Ese día comprendí que la habilidad es un  valor intangible. A Ayúcar lo devoró la ciclogénesis física, como a Aguiriano, otro futbolistaba que estaba ahì. Tenía Ayúcar una zurda portentosa que podía suplir el sacrificio con otros guerreros espartanos, pero los guerreros espartanos no podían sustituir su zurda portentosa.

Luego fui ratificando mi idea cuando, hablando y hablando,  viajando y viajando, Piru Gainza me ganó una y otra vez cuando apostábamos a ver si metía tres de cinco mandando con dos dedos una moneda de cien pesetas al vaso ancho del gin tonic en el Andikona desde el otro costado de la barra, junto a San Mamés. Cuando te proponía la apuesta nunca acertaba, pero cuando apostaba, las metía todas (solía fallar una  para no humillarte). Ahí me di cuenta de que ya le había visto como futbolista: protegiendo la pelota (Ayúcar), dándole la importancia justa (la partida de mus),  escondiéndole sus argumentos al contrario (si es malo, si no defiende, si no pelea...), pero escondiendo su velocidad para meter el balón en el vaso de la portería mientras tú seguías mirándo al barman. Me engañó mil veces y en cada engaño yo aprendía los errores del fútbol. En las cartas, en el avión de  cada viaje (cuando Iribar era entrenador), en lo malos y en los buenos momentos, yo fuí aprendiendo el fútbol.

- "¿Qué te parecen los ingleses, Eduardo?, allí en la cristelera de Lezama. De sopetón
- "Sinceramente, se les ha pasado el arroz, son muy antiguos". Egregio el perioodista que empezaba a ser.
- "Es verdad, no juegan una mierda", dijo él. "Todo arriba, arriba".
-  "Es que vacían los campos de fútbol", dije yo, otra vez crecido (aún no habían llegado Wenger ni Cantona a las islas).
- "Ya" dijo él. "Son una mierda, pero, ¡hostias! hay que ver qué difícil es ganarles".

Punto final.

martes, 29 de enero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (VI): Rojo, rojiblancos y rojos

A veces, todo varía según  el lugar desde el que se mira. Ya sabía que lo campos eran rectangulares y que cada localidad solo alteraba la visión de una zona del campo pero el templo, en general, estaba dominado por un ángulo razonable. Pero estaba equivocado. Ninguna localidad es igual a otra, como ningún socio es igual a otro y como ningún aficionado ve el mismo partido que el aficionado de enfrente. Cuando te das cuenta de eso, y ya eres periodista, y ya hay televisión, y sigue la radio (mil veces asesinada como el teatro) y la prensa continúa en internet o en el papel, entiendes que tu misión de contar lo que ha pasado en ese rectángulo ha dado paso a algo más analítico que explicativo, que tu lector, oyente o espectador quiere discutir contigo sobre la realidad y no que le cuentes que Rojo ha marcado dos goles.

¿Rojo? ¿He dicho Rojo? Hagamos un inciso para ponernos en pie, porque nadie como él manejó la zurda cual si fuera una nerviosidad emparentada con el cerebro. Cuando le ví jugar y el fútbol ya me exigía más explicaciones, deducciones, soluciones y resoluciones qaue sensaciones, pensé que cada vez que se lesionase debía tratarle un neurólogo porque era uno de esos pocos futbolistas que tiene el pie izuqierdo pegado al cerebro. En el siglo XIX, los científicos consideraban que el hemisferio izquierdo del cerebro humano era predominante respecto al derecho. Luego se entendió que ambos eran hemisferios cruzados, pero el fútbol siguió pensando que los zurdos buenos eran mejores que los derechos buenos. A Txetxu Rojo debieron analizarlo, aunque a veces, ese cruce de hemisferios le produjera algunos cortocircuitos, como cuando se enteró en el descanso de un partido que el árbitro había expulsado al lateral izquierdo porque se lo dijo un  compañero (guardaré su secreto) que le pedía que bajase a defender.

Pero como todo varía según el lugar desde donde se mira, Rojo era adorado en la actual tribuna Este, (antigual general, incluida mi numerada) en la misma medida que era criticado en la Tribuna Principal, la de los de Neguri se llamaba en mi época, aunque luego yo he vivido en ella escondido y laborando en los palquitos de prensa. A ambas tribunas cautivaba por igual, pero la de los señoritos (que así se decía en mi eploca) no le perdonaba aquella gestualidad a veces insolente, cabreada en ocasiones, pero acababa entregada, un día y otro día y otro día, a su hemisferio izquierdo y le perdonaba el hemisferio derecho, según los científicos decimonónicos.

Si Iribar me demostró que yo jamás podría ser portero, Rojo me explicó, sin saberlo, que yo no podría ser extremo, ni interior de tronío, aunque en su caso me refugié  en la física para consolar mi desahucio: yo no era zurdo. Incluso llegué a pensar, en plena rabia, que si a él le ataban la pierna izquierda y a mí la derecha, yo sería infinitamente mejor que él. El tiempo demostró lo contrario. Txetxu Rojo llegó a mandar cientos de pases con la derecha, con menos dosis de veneno, pero venenosos en cualquier caso, porque la calidad no entiende de hemisferios ni de costados. Es un todo. Así que decidí que si tampoco podía ser un goleador como mi vecino Carlos Ruiz, y tampoco podía ser una víb ora venenosa, como mi también vecino Rojo (nació en el barrio de La Cruz, de Begoña) podía fardar no solo de club sino de un barrio tan extenso en hectáreas y tan poco poblado en habitantes que había dado dos futbolistas tan singulares a la entidad.

Rojo, al que apodaban polvorilla, unos dicen que por su carácter y otros que por el fusil de su pierna izquierda (él me jura que por lo segundo), superó la censura de laTribuna Principal y la del franquismo. Que nadie se ría: Fraga llegó a prohibir un concierto de un grupo de la época negra en Madrid porque se llamaban Los No, y ese día se celebraba el referendum de ratificación del franquismo que el enano ganó un 14 de diciembre de 1966 con el 95,06% de los votos, aunque a algunos les tentó la idea de ganar con un 114% de votos favorables. En aquel entorno, donde Los No, qu eeran un grupito light, no podían tocar por el nombre, apellidarse Rojo era en la España de Fraga una polvorilla nada mojada. Aún así, fue 18 veces internacional con España y jugó 541 partidos con el Athletic consiguiendo dos Copas (no le pongamos apellido).

Mis amigos y yo, que ya correteábamos por Mallona defendiendo la elástica (como se decìa entonces) del Begoña, allí al lado de la casa donde nació Rojo, y también su hermano José Ángel, nos volvíamos locos intentando imitar dos cosas: una, los centros enroscados de Txetxu Rojo, algo imposible y menos en un campo de arena, y otra, su corte de pelo, siempre igual, siempre en la justa medida, lo justo por encima de la oreja, lo justo por debajo del cuello de lacamisa. Tampoco lo conseguimos. Los barberos de la zona no eran tan artesanos. Al final, pasado el tiempo, en algo nos parecimos muchos a él: todos éramos rojos.

lunes, 28 de enero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (V): El amante francés

El 15 de marzo de 1987 hacia un buen sol en San Mamés, de esos que te permiten ver el partido en sol y sombra. La mayoría de los encuentros se jugaban entonces a horas normales y la televisión no competía con el público a ver quién robaba a quién el protagonismo de la jornada. El rival era el Real Madrid y el Athletic andaba intentando eludir los play offs del descenso. Es decir, dramatismo bajo el sol a hora taurina y con un toro encabezado por el macho Hugo Sánchez, y una cuadrilla del arte liderada por Juanito, con Leo Beenhakker en el banquillo. A las 17, 15h, quizás un poco antes, a mí se me partió el alma y a De Andrés la pierna. Fue una jugada más, una tijera más de El griego (así le llamaban sus compañeros por su perfil heleno) ante un contrario poco dado a la bronca subversiva como Gallego, al que por algo le apodaban El Soso, aunque era un magnífico futbolista. Pero El Soso cayó sobre la pierna de De Andrés y San Mamés se heló bajo el sol. El mejor líbero que ha tenido el Athletic, que nunca jugó de líbero, decía prácticamente adiós al fútbol, a pesar de sus intentos de recuperación. Jorge Valdano me decía una vez, ya pasado el tiempo, que De Andrés era uno de esos futbolistas que te amargaban no el partido sino la semana, porque sabías que con él delante tenías que superar el muro de Berlín y te pasabas siete días pensando en cómo evitar que aquella tijera histórica que hacía para rebañarte el balón se quedara sin filo.  Se quedó el 5 de marzo de 1987 y yo comprendí que ese mundo de magia, fantasía, poder y dinero que era el fútbol podía ser un mundo caprichoso, infortunado y miserable como para llevarse por delante a un futbolista tan honesto y tieso como el griego. Díscolo también, pero honesto siempre.

Miguel De Andrés
Para entonces, el fútbol había dado un vuelco en mi vida. San Mamés se había vuelto para mí en un lugar ocasional al que acudía de vez en cuando y seguía por la radio y la prensa y por la tele cuando llegó a los hogares, hasta que el trabajo me devolvió a la devoción (laboralmente se llamaba obligación) de seguir todos y cada uno de los partidos, ya fueran en San Mamés, en Langreo o en Magdeburgo. En el tránsito de la general numerada al palco de prensa, se quedaron muchas fotografías almacenadas en el álbum intangible de la memoria.  Por ejemplo, conocí que no hace falta meter goles para ser el rey del mambo. Eso le ocurrió a José Marí Amorrortu en los 32º de final de la Copa de la UEFA cuando el Athletic se llevó como un vendaval al Ujpest Dozsa. Un 5-1, firmado por tres goles de Dani y dos de Rojo, ¡casi nada!, pero que tuvo un protagonista singular: Amorrortu , que pasó a formar parte de la historia del Athletic y del equipo húngaro.

También supe que era verdad esa frase tan odiosa de que no hay enemigo pequeño, cuando el Castilla, en febrero de 1980, se llevó por delante al Athletic en la Copa. Un Castilla donde por cierto jugaba El Soso Gallego, ganando en San Mamés, y que alcanzó la final de Copa frente a sus padrecitos del Real Madrid. También la sorprendente meteorolgía de los estados anímicos que pasan del calentamiento atmosférico con la final ganada en el Manzanares al Castellón en el 75 al enfriamiento acatarrado de la perdida con el Betis en el mismo estadio. Me dijo un día Koldo Aguirre que antes de los penaltis le dijo a Rafa Iriondo, técnico del Betis, que ganaría él. No porque desconfiase de sus futbolistas "sino por la enorme suerte que tenía siempre Kakaelo (así le llamaban los compis)

Jean Tigana
Pero aquellos años intermitentes  dejaron sensaciones fuertes. Una, potente, poderosa, de las que te cambian los gustos, fue el partido Inglaterra-Francia, jugado en San Mamés en junio de 1982, en el Mundial del naranjito. Dicho estaba que Bilbao era una colonia inglesa, aunque mi generación hubiera crecido repartida entre el embrujo de Brasil y la sinfonía holandesa. Yo, que ya usaba pantalón vaquero y lucía barba, como el revolucionario Sócrates, era más europeo y siempre consideré a Cruyff como el mejor futbolista que había visto. Pero también me había rendido a la precisión soviética. Dassaev, Besonov, Kuznetsov, Aleinikov, Rats, Mihailitchenko, Belanov, Blokhin, Zavarov, sobre todo Zavarov, aquel pequeñajo rubio que tenía toda la historia del fútbol metida en la cabeza y la leía con los pies.

Pero en esto llegó Francia a San Mamés y perdió, pero fue sólo el principio de un  enamoramiento general de aquellos bleus que venían a ser el resumen de la magia brasileña, el ingenio holandés y la precisión soviética. Giresse, Tigana, Platini, Genghini, Rocheteau me convirteron en el amante francés. Ya no sólo me cautivaba la cultura francesa, y las mujeres francesas, tan sofisticadas incluso en la cocina. Ya había un iconco europeo ahí al lado que rompía la jerarquía futbolística. Le robaron el Mundial, pero amí me robaron en alma. Y todo enmpezó en San Mamés.

domingo, 27 de enero de 2013

¡Oh Herrera!

A ver si va a ser que Marcelo Bielsa esta temporada ha abierto el libro por detrás y ha decidido que en vez de exprimir al equipo al principio y que llegue muerto al final, prefiere que explote al final aunque arranque un tanto desorejado al principio. Puede ser una explicación, pero hay cientos, para explicar la performance del Athletic ante el Atlético, un rival de postín hasta que decidió ensuciar su inmaculado frac con un repertorio de codazos, empellones, pequeñas trifulcas, alguna que otra llave de yudo y demasiadas interrupciones. Al Cholo le debieron venir a la cabeza sus guerrillas en San Mamés y consideró que en la Catedral se gana con subterfugios más que con fútbol. Se equivocó, porque al Athetic le salió el ramalazo futbolístico y no cayó, más que en un momento, en la pelea suburbial que le proponía su oponente.  Lástima para el Atlético, que afeó su curriculum maravilloso en esta Liga, y lo agradeció el Athletic que pudo jugar frente a un equipo más desquiciado que firme en su fe.

Hay partidos que los deciden los grandes futbolistas y otros que los cambian los futbolistas anónimos, grises, los niños yunteros de un juego reservado para los inquilinos de sus olimpos particulares. El partido lo decidió para el Athletic Ander Herrera, el baby face rojiblanco, el chico que todo lo hace bien pero que tiene una relación muy subsidiaria con el gol. Él es la gestoría rojiblanca, el que gestiona el éxito de los demás. Disparó una vez a puerta, al comienzo, se le fue dos centimetros fuera el misil, y se fue al cuarto de la logística para, por ejemplo, ofrecer una asitencia fantástica a Susaeta en el segundo gol. Antes había marcado San José que estiró el cuello para cabecear como solo una jirafa es capaz de levantarlo del suelo hacia los brotes verdes de una rama.

Para el Atlético, lo decidió para mal el Cebolla Rodríguez que, harto de Ekiza, decidió sacarlo del campo con un plantillazo en el tobillo.Lo malo para él, es que también sacó del encuentro a su equipo que prefirió la justa al fútbol y los codos flotaron como chapotea en el agua un náufrago que no sabe nadar. Los futbolistas que juegan con los codos es que no saben jugar con los pies. Y ahí les pilló el Athletic a los colchoneros, que habían jugado bien la primera mitad, pero que defendieron fatal en la segunda. Hasta De Marcos, otro malencarado con el gol, que había tirado de la boca dos dulces en la primera y en la segunda mitad, encontró un pase magnífico de Aduriz y lo puso en el tejadillo de la red.

Herrera es imprescindible en el Athletic y Aduriz, impagable. Hasta Muniain parece haberse contagiado de la mejoría del enfermo y asoma los detalles que le definen en el marco de un estado físico más adecuado para el tramo final. En el Atlético, cuando se escondió Arda, el resto se fue al escondite. Solo la salida de Adrian le dio una pizca de pimienta. Pero el Cebolla ya había inundado el partido de lágrimas y ya se sabe que con los ojos llorosos se ve mal, borroso. Que Raúl García sacara el partido adelante era una quimera. Su mejor hombre era Courtois, que hasta contagió a Iraizoz para que tuviera una noche feliz. La diferencia entre ambos es que el belga lo hace a menudo y el navarro lo dosifica como si masticara una trufa italiana.

Será que el libro de Bielsa ha comenzado por el final, será que Herrera crece y crece, que el Cebolla se fue a la guerra con los pies de plomo, que Aduriz, harto de meter goles, ahora ha decidido prometérselos a sus compañeros. Y que quizás un mal comienzo sea el principio de un buen final. Y que el Atlético está en la tierra, bien anclado, pero en la tierra.

Mi vida secreta en San Mamés (IV): Linemayr, el placebo de la injusticia

Cuando se acabó el chollo, es decir cuando a mi padre se le acabó la paciencia o el dinero, algo que nunca pregunté, se acabó la general numerada (por cierto, nunca supe qué arte, ingenio o amistad usaba mi padre para colarme en San Mamés). La Catedral se antojó un centro prohibido, solo soliviantado cuando el boina roja miraba para otro lado o se compadecía de nosotros y nos decía "esperar a que empiece el partido y luego entráis", pero eso no pasaba a menudo porque como eran fijos discontinuos no siempre estaban los mismos y a veces había algunos que se comportaban como generales de brigada. Luego me dí cuenta de que les jodía que te colaras o dejarte pasar porque ellos no podían ver el partido salvo por alguna rendija y según en qué puerta les tocase. Alguna vez me colé con el carné del padre de un amigo. Pero como no era transferible, como ahora, te jugabas la vida futbolística en el preciso instante en el que el boina roja decidía extender el carnet (entonces era como un billetero y la foto iba por dentro) o seguía hablando con su colega sin atender a los pormenores. Ese segundo era como el que Uriarte u Ormaza (el fortachón bermeano) o Zubiaga (que le cascó tres de cinco al Madrid) tenían para decidir entre dar un pase o rematar. a gol Yo miraba a los ojos al boina roja como Liceranzu le miraba a los ojos a Mark Hughes. O me derribaba él o le regateba yo. Hubo de todo. Pero lo que observaba es que a medida que adandonabas la niñez y te superabas en la adolescencia, el regate era más difícil. A los boinas rojas no les importaba dejarse engañar por alguien que iba en pantalón corto, pero el pantalón vaquero les ponia en guardia. Cuestión de honor. Mi padre, que había dejado los toros, también cansado por el afeitado, se había volcado en el remo, en plena efervescencia de Kaiku, aunque no sé por qué yo le advertía una cierta delicadeza con Hondarribia (entonces Fuenterrabía).

Así que salvo las pequeñas escaramuzas entre los boinas rojas, la radio ocupó el trono de La Catedral. Aunque parezca mentira me pongo colorado cuando recuerdo que en pleno franquismo, los curas pintaban poco en un mundo en el que la radio era Dios. Si Antonio de Rojo decía que un disparo de Rojo había rozado el larguero al rojo vivo, pues había rozado el larguero al rojo vivo, aunque el balón hubiera pinchado una nube blanca. Si el ilustre José Mari Múgica escribia el martes (el lunes solo salía La Hoja del Lunes, mi cuna periodística) que Argoitia había jugado mal, pues había jugado mal y debería contradecirle la semana siguente cuando actuase en San Mamés. Creo que me hice periodista deportivo, tras pasar por distintos destinos, por tres razones: porque podía volver a San Mamés gratis, porque  podía ver al Athletic fuera, incluso en Escocia, quien sabe si otra vez contra el Dunfermline, y porque pensaba que lo que escribiera iría a misa porque no había televisión y los aficionados viajaban lo justo (finales y cosas por el estilo). El sueño duró poco, pero me exigió un ejercicio de responsabilidad que aprendí de aquellos maestros que me enseñaron que fútbol y literatura no era  un matrimonio condenado al divorcio.

Pero quedaban vestigios del comienzo. Para todo hay una primera vez. Para odiar a Ufarte, como el voluminoso señor que transitaba con dificultad por la general numerada amenazando mi lugar en el mundo futbolístico; para odiar a un árbitro, que con el tiempo fui viendo que están para eso, para ser odiados y ser como un cuñado en Nochevieja: un motivo de discordia. O para adorar a un ídolo, para festejar un titulo, para justificar un fracaso.

Y yo, que ya adoraba a mis ídolos, necesitaba mi diablo. Lo encontré un 18 de mayo de 1977, en San Mamés, donde no sé por qué estaba (si me colé, pagué o me dejaron entrar). Era la final de la UEFA ante el Juventus del canoso Bettega. El Athletic había perdido 1-0 en Turín y el canoso Bettega adelantó a los bianconeros al minto 7, pero Churruca empató cuatro minutos después. San Mamés era más catedral que nucna, un campo solemne, pero estruendoso. Carlos Ruiz, que también era casi vecino mío, de Begoña, hizo el segundo gol  con casi un cuarto de hora por delante. Y entonces llegó él. Se llamaba Erich y se apellidaba Linemayr. Era un árbitro austriaco, de esos que le gustan a a la UEFA por complacientes y diplomáticos y porque saben siempre quien debe ganar y perder. Y lo hacen por tu bien, por el bien del fútbol y de la competición. Carlos, el último pichichi rojiblanco se fue a por un balón dentro del área y fue derribado. Yo estaba a 70 metros pero lo ví como hubiera visto a Michelle Pfeiffer en una tormenta de arena. Penalti escandaloso. Hay veces que 70 metros en el fútbol son la cienmillonésima parte de un sentimiento. Fue penalti. Pero Linemayr era un árbitro UEFA, es decir de los que si no hay sangre, no hay penalti, salvo que sea sangre azul.

Ahí descubrí el odio que jamás practiqué después con ningún árbitro (García de Loza incluido) porque con el tiempo me di cuenta de que el odio en el fútbol es el placebo para la injusticia. La que había fuera del campo, aunque asomaba la cabeza la democracia.O esto en lo que se ha convertido ahora-

sábado, 26 de enero de 2013

Tipos de interés en Balaídos

En los sótanos de la Liga española habitan tipos de interés. A veces son ascensoristas, por su experiencia, y a veces subastas del tesoro a un interés relativamente bajo, pero de fiabilidad probada. Michael Krohn-Dehli parece cualquier cosas menos un futbolista danés al uso. No es alto (1,70m), medio rubio, con cara de cansado desde que accede al campo. Nada más lejos de Soren Lerby, Laudrup, Morten Olsen, Eljkaer Larssen, si acaso Simonsen, y nunca Povlsen o Rommedahl. Krohn-Dehli pretenece al nuevo modelo centroeuropoeo de los futbolistas daneses. Pequeño pero recio, grande en el esfuerzo, desatado en la actitud y criado en Holanda, aunque nunca le gustase a Ronald Koeman y fuera un trashumante por el país de los tulipanes en busca de un invernadero que nunca encontró. En el Brondby, curiosamente el club donde nació Michael Laudrup, un  icono danés del fútbol mundial, encontró otro Michael, Kronh-Dehli, la cuna apropiada para hacerse un hombre.

Ahora el Celta lo ha captado y es el centrocampista que parece que siempre está huyendo del frío, por lo que corre, y el tipo servicial, por lo que asiste a sus compañeros para hecerlos más grandes. Ayer invirtió los papeles con Iago Aspas y pasó de asistente a matador con un gol bien pensado por el danés, bien cocinado por el gallego y bien presentado en la red por el futbolista de Copenhague con un  toque que tuvo más éxito en el juego de cintura que en el empuje con el empeine. Cuando peor jugaba el Celta, cuando Oubiña estaba más desorientado, cuando Bermejo estaba más perdido, fuera de lugar, un danés bajito, con cara de cansado, le metió una transfusión a un equipo acostumbrado a su ventolera pulmonar pero desacostumbrado a que clavara las jeringas en la red.

En la Real, la hora, supuestamente, la dan Carlos Vela y Xabi Prieto. Los cuartos, son cosa de Griezmann (ayer suplente), que funciona a espasmos, los minutos corren por cuenta de Agirretxe (también suplente), y el segundo a segundo es un asunto que recae en el péndulo de futbolistas como Illarramendi, gris y necesario como el otoño, y Elustondo, un futbolista portentoso, al que las circunstancias le han obligado a jugar como  central, pero que como mediocampista se antoja el fiel de la balanza realista. Krohn-Dehli, el danés bajito, se alegró de verlo tan lejos. Y Elustondo, porque si algo no tiene límite es el alma (por desconocida), firmó un empate de cabeza entre Celta y Real Sociedad que no dejó a gusto a nadie: al Celta porque se vio ganador hasta que Augusto  (nada a gusto) se autoexpusló al poco de iniciarse la segunda mitad, y a la Real porque siendo mejor no supo ser mejor en el marcador. Sin un "nueve" (e Ifrán no lo es, por más que se empeñe Montanier), la Real se desangra y parece, a veces, un donante de sangre, de vida.

La Real es mejor equipo de lo que cree ser y el Celta dejó de creer que era un buen equipo cuando Iago Aspas se quedó en el vestuario lesionado y luego se vio con diez en el campo, a pesar de ir ganando. La inferioridad numérica plantea siempre un test de autoestima: si los superas, puedes ganar; si dimites, te conformas con empatar y opositas a perder. El Celta se quedó a mitad de camino y la Real también. Miedo a volar, miedo a caer. Krohn-Dehli seguía corriendo, con esa capacidad que tiene para ser un defensor y un llegador al mismo tiempo, como si el campo fuera la distancia que separa su casa de la panadería.

Debió ganar la Real si se hubiera puesto a ello, pero Montanier no es de los entrenadores que mezcla estilos. No concibe a los Rolling tocando Brown Sugar y luego Angie. Y cuando reaccionó, ya el Celta era una muralla china que sólo defendía el territorio. La clavó Elustondo porque le puede el alma de centrocampista llegador aunque juegue de central, ahora. El Celta se llevó un punto y la sensación de que tiene una perla en bruto de casi 30 años, danés, bajito y con cara de cansado, y la Real la sensación de que está para abodar los camarotes más nobles del trasatlántico de la Liga pero no se atreve a incomodar al acomodador. Y es que en los sótanos del fútbol habitan especies muy preciadas. Y muy divertidas.

viernes, 25 de enero de 2013

Ni Llorente, ni llorando

Cuando se fue  Jesús Garay al Barcelona, a cambio de una tribuna nueva en San Mamés, la otra tribuna tembló  temiendo una aluminosis defensiva. Cuando Iribar lo dejó, por salud y por edad, fue algo así como si el Athletic de repente cambiara de colores o le dieran la vuelta al arco de San Mamés. Cuando se fue Zubizarreta al Barcelona las dos porterías de La Catedral lagrimearon temiendo que la gripe acabase en neumonía (y en eso siguen todavía, vista la lista de cadáveres que se apilan tras su marcha). Cuando se fue Alexanco parecía que a la defensa rojiblanca le hubieran cortado una pierna y cuando hizo las maletas Julio Salinas, Lezama parecía un orfanato de delanteros de donde nunca saldría nadie con estudios futbolísticos. Cuando lo dejó Dani, se acabaron los guerrilleros; cuando Guerrero, los artesanos del fútbol; cuando Sarabia, moría el estilismo; cuando Goikoetxea, era la derrota en la guerra de las galaxias. Y un suma y sigue que anunciaba las más trepidantes tempestades que acababan muriendo mansamente como pequeñas olas en una playa gaditana.

La tormenta de Llorente ha sido liviana aunque ahora, como ocurre con las alertas meteorológicas, se haya revestido de un riesgo exagerado. Cada cual quería prevenir sus propios relámpagos: el futbolista jugueteando, como Júpiter, con los rayos, ahora van hacia el público, ahora hacia la prensa, ahora hacia el club, ahora hacia mi legítimo derecho a la libre elección; y el club devolviéndolos en sentido contrario sin darse cuenta ambos de que cada uno de esos rayos acababa estallando siempre en el mismo sitio: en San Mamés, en el equipo, en el pálpito de la afición, es decir en las tres virtudes teologales del club rojiblanco.

Dice Llorente que al fichar por la Juve ha cumplido un sueño. Una frase demasiado manida que ya usaban, recuerdo, aquellos oriundos que siempre habían soñado con jugar en Celta, el pueblecito donde nacieron sus abuelos. En el mundo profesional, el amor a los escudos es el mismo que el que un músico profesa a la música militar. Es, literalmente, increíble. Hay amores que duran y duran, como el de Gerrard, al anunciar que sigue en el Liverpool y negar que pudiera se traspasado al Chelsea, "por la confianza que el Liverpool siempre depositó en mí". Y hay amores que son de verano. Quizás solo el Liverpool puede ser el guardián de las esencias, a pesar del tráfico en el vestuario, en el banquillo y en la propiedad.

Llorente debía haberse ido en agosto, con el finiquito sentimental de los aficionados, por la gloria recibida, y el ecónomico en la tesorería, por el dinero invertido. Urrutia prefirió defender las esencias, la grandeza histórica y emotiva del club, y asomarse al precipicio de una temporada convulsa. Más vale un año de líos que una abdicación de las virtudes, pensó.  Bielsa, en cambio, lo tenía claro: "En agosto ya sabíamos lo que pasaba, nada cambia por conocer ahora el nombre del club de destino". Direcciones contrarias. Bielsa miraba a la plantilla y Urrutia, a la entidad. Entretanto, se han ido un buen puñado de euros, para que al final Llorente ni aporte goles al equipo, ni dinero al club. Solo conflictos inducidos por una situación mal planteada por el futbolista, mal gestionada por la entidad y mal resuelta, en definitiva.

No sé si Llorente será feliz en Turín. Sinceramente, lo dudo. Pero tiene todo el derecho del mundo a intentarlo, a saborear el placer del éxito o la hiel del fracaso. Cualquier cosa menos el efecto placebo de seguir en el Athletic. Nunca se le puede negar a un trabajador el derecho a cambiar de empresa, más aún cuando la empresa ejercita a menudo el derecho a cambiar de trabajador. Muchos de los que salieron del Athletic lo hicieron a su pesar, otros dieron palmas. A unos lo echó el club, a otros los cautivó el mercado. En eso el Athletic no es diferente a nadie. Llorente tampoco. Pero la vida existe sin Llorente, como existió sin Dani, sin Julio Salinas, sin Bala Roja (Gorostiza), sin Uriarte, sin Iribar, sin Carmelo y sin una larga lista de insustituibles que fueron sustituidos, con mayor o menor fortuna, por los que llegaron después. No siempre sale un Llorente de las praderas de Lezama, pero existe,  anda por ahí, revolviendo, inquietando, deseando que alguien le vea las orejas como aquellos personajes de "Amanece que no es poco" que surgían de la tierra. Y acabará saliendo. Lo único que no ha hecho el Athletic es llorar por ser lo que es. Llorente ya es historia, una pequeña, pero importante, parte de la historia del club. Un detalle. Un verso encadenado. No suelto.



jueves, 24 de enero de 2013

MI vid secreta en San Mamés (III): Homenaje a los soldados desconocidos

Descubierto el mito, hay que descubrir la realidad. Vale, ya tienes tu ángel de la guarda (cómo han cambiado los tiermpos, para algunos es Mourinho), pero la infantería es al final la que toma las calles, la que te permite cantar con Pablo Milanés que pisarás "las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado". Y nadie en Bilbao ha rendido el tributo merecedido a los soldados desconocidos  de esta guerra incruenta. Cuando mi padre se fue haciendo mayor se fue alejando del fútbol: nunca supe si fue por una cuestión económica o por aburrimiento. Preferí pensar que fue lo segundo, porque en casa no faltaba de comer ni en su empresa de trabajar. Yo creo que le entró la melancolía de cuando la afición del Deusto le llamaba Zarrita, en alusión a Zarra, porque tenía el mismo porte, el mismo remate y las mismas entradas. Pero la guerra le segó la carrera  y le dejó un  balazo en la  pierna, y el Indautxu, que era su destino primigenio, y la antesala de la noticia, es  decir el Athletic, se fundió como el cobre, a fuego lento, nunca mejor dicho.

Meltzer, con el Athletic
Otra experiencia, la de los secundarios. Como la de Pildorita, Elejalde, un tipo de la alta burguesía bilbaína, padre de un ex directivo del Athletic, fino como la seda, flaco para la época ,que, segun me dijo mi padre, le rompió la autoestima a Lezama, el gran portero, quizás el gran primer portero de España, grandullón y poderoso. Era un Deusto-Athletic, según me dijo mi progenitor. Debía ser  un amistoso, porque el Deusto no llegó tan arriba ni el Athletic tan abajo, cuando el árbitro pitó penalti y Pildorita, que así le llamaban, se acercó al balón  con la humildad del principiante y la soberbia del estudiante de la Universidad de Deusto. Lezama, tan grande, tan pulpo, tan poderoso, se acomodó en el centro de la portería y esperó el balonazo como yo lo esperaba en el patio del recreo cuando creía que se podía clonar a Iribar. Pildorita amagó el disparo y lo envió suavemente para una esquina  mientras Lezama, el gran Lezama, se sentía abochornado por la estulticia de su oponente. No salió en la tele, pero quizás fue la primera paradinha del fútbol vasco, no iré más lejos no vaya a ser que acabe como Thelma y Louise.

Yo no lo vi, porque no estaba ni en proyecto embrionario, ni siquiera de noviazgo previo, pero entendí el significado años después. ¿Se acuerdan del Dunfermline? Pues en el partido de vuelta (1-0) jugó de lateral derecho un tal Meltzer, desconocido, y que yo al verlo rubio (en la foto de la web del Athletic sale ahora moreno) pensé que era alemán, algo extraño en un país tan anglófilo como el nuestro. En realidad, Meltzer había nacido en Las Arenas  y jugó tres tremporadas, poco, en el Athletic antes de disfrutar del fútbol y de la meteorología en el Hércules, un destino muy habitual para los ex rojiblancos. Yo creo que Meltzer lo hizo bien aquel día, sobre todo porque el Athletic ganó, o sea que si la cagó no fue para tanto. Y resulta que además de Meltzer, yo vi debutar a Senarriaga en San Mamés, que era hermano de un amigo mío del barrio, él de Arabella, yo de Andra Mari, que no era muy bueno, pero entregado como una excavadora. Y tampoco lo hizo mal. Entonces, el público apoyaba a todo aquél que llevara el escudo del Athletic. Luego esto cambio, Y antes había visto a Betzuen, un tipo que tenía un pecho rompecamisas y cuyo autógrafo aún conservo. Lavín  era un fino estilista que bailaba sobre la cal de la línea de banda. Y ¡cómo no!,  Deusto, el eterno suplente de  Iribar,que llegó a ser internacional, creo que tras fichar por el Málaga.

Senarriaga
Meltzer fue mi ídolo, por fugaz, por necesario, porque fue el que se coló en la fiesta diciendo que era el amigo del que se coló en la fiesta. Yo ya había decidido que del Begoña, donde ya jugaba, no pasaba y que si quería seguir yendo a San Mamés me tenía que colar, porque mi padre ya no iba al campo y les había perdido la pista al señor gordo y amable y al tipo serio pero amable que me flanqueaban los extremos en la general numerada. Pero lo bueno de los campos con localidades de a pie es que una vez que burlas a los boinas rojas (que se dejaban burlar) siempre hay sitio para ti. De pie, cabíamos todos. Y de pie le vi yo a Senarriaga, a mi vecino, a un metro, partirse la nariz, su gran nariz, el día de su debut en San Mamés contra el Zaragoza (2-0, con  dos goles de Arieta II). Ya que mi padre no pudo jugar en el Athletic me sentí reconfortado porque  jugase un vecino y hermano de un amigo. Era la vida de los otros, que parecía la mía. Al menos yo la sentía como mía. No era cuestión de pasar a la historia, sino de vivir el presente.

miércoles, 23 de enero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (II): El descubrimiento del mito

El primer temblor en San Mamés fue aquel día que un señor, también voluminoso, se acercaba al señor gordo y amable que protegía mi flanco izquierdo cuando me colaba en la general numerada de San Mamés. Se acercaba acechante pero lento, como años mas tarde se acercaba al área Maradona, entrado en carnes, con la camiseta del Sevilla. Eso que mi padre tenía una estrategia apalabrada con sus amigos de la tercera fila de la general numerada para cogerme por las axilas y colocarme entre el señor gordo y amable y el tipo serio, pero amable. Consistía en esperar a que aparecieran los balones  que salían de las escalinatas de la bocana por la que salía el Athletic, anunciando su presencia en el campo: entre los cuatro o cinco balones que rodaban mansamente por el cesped y la salida de los futbolistas transcurrían unos cuantos segundos (ya se ve que la pausa inquietante se inventó hace mucho tiempo) para que el respetable le perdiera el respeto a las formas y respondiera a los gritos de aliento de Rompecascos, aquel mitico personaje chirene de San Mamés que dicen que rompía botellas con la cabeza. Yo nunca lo ví, pero dicen que ocurrió. El tipo voluminoso se acercaba más, y más, mirando aquí y acullá, que decía mi maestro de escuela, perdido, pero yo temía que invadiera asiento y medio de su localidad, lo que suponía que mi media localidad podía saltar por los aires con la misma altura adonde solía mandar el balón Zorriqueta, futbolista impagable en el esfuerzo pero débil en la amabilidad con el juego. El señor, no sé como, se acomodó junto al señor gordo de mi flanco izquierdo, sacó un puro, lo encendió y cuando salió el Atletico de Madrid, por la bocana de Capuchinos (el Athletic salía por la de la de Misericordia), se levantó insolente, entregado, firme, sin frenos y gritó: "!Ufarte, hijo puta!".

Yo conocía a Ufarte de los cromos y nunca había sido el difícil, aunque luego me enteré, por razones que no vienen al caso, que los que ensobraban los cromos eran familias que se sacaban un dinerillo metiendo cromos en un sobre, y a más sobres más dinero (¿les suena?). Poco, pero más dinero. Y,además, se podía ver la televisión mientras ellos me jodían la vida con aquel futbolista del Pontevedra que se llamaba Neme y que por más sobres que comprases no aparecía jamás. Neme fue mi primer ídolo el día que, en el pórtico de la Iglesia de Begoña, rasgué el sobre y apareció el jodido pisando el balón en el campo de Pasarón con una mirada que yo entendí como si dijera: "¿Qué pasa chaval, creías que no existía? "¡Hijo puta!", dije yo, porque en el barrio esa expresión era tan habitual y tan rápida como el tiempo que tardaba una piedra en alcanzar a un gato.

Lo cierto es que esos momentos aprendí que el mito tiene muchas vueltas. Hay un mito malo, que para el señor voluminoso era Ufarte (cierto que era un poco tramposillo) y que nunca supe qué le había hecho, y para mí era Neme, que debía tener un alma tan libre que no cabía en un sobre de cromos. Pero la vida es amplia y me tenía reservado el descubrimiento del mito positivo. Sí, vale, salvado  Fidel Uriarte y el portero del Dunfermline, corría el riesgo de enquistarme en el lado oscuro del fútbol. El insulto siempre ha sido más liberador que la alabanza. Y llegó el día, el momento en el que alguien descubre que los galácticos existían antes de que supuestamente los inventaran Florentino Pérez y sus hermeneutas. San Mamés se rindió a José Angel Iribar, el Chopo (antes se escribía así, por necesidades del guión) el día de la final de 1966 que el Athletic perdió la final ante el Zaragoza de los cinco magníficos, pero Iribar impidió la borrachera de goles con una actuación memorable que evitó el escarnio de una borrachera de goles maños. El público inventó entonces lo de "Iribar, Iribar, Iribar es cojonudo, como Iribar no hay ninguno".


Yo lo descubrí después. De aquella final, a mis once años sin cumplir, solo me quedó el dolor, pero dicen que lo que duele es que va por buen camino (fatalismo gaditano de El Barrio). Cuando yo me entregué al mito fue en un  partido ante el Barcelona ,que no fue capaz de vencer al Athletic porque aquel tipo larguirucho y flaco, pero fuerte y ágil, se empeñó en atrapar, devolver, despejar, rechazar, palmear todos y cada uno de los tiros de Marcial Pina, un asturiano criado en el Elche, cultivado en el Espanyol y engrandecido en el Barcelona, antes de acabar sus días futbolísticos en el Atlético. Aquel día en San Mamés, aquel tipo con unas entradas tipo Bogart, pero rubiales, se desesperó, abominó el fútbol, él, que pasaba por ser el mejor rematador, el mejor disparador del momento, que podia haber sido un actor fetiche de Tarantino, tropezó con un señor que era como Dios, estaba en todas las partes. Cuando acabó el partido, Marcial le felicitó, le dio la mano como se reverencia a García Marquez despues de escribir "Cien años de soledad".

Entonces yo quise ser portero. Quise ser el maligno, el demonio que destruye los sueños de los delanteros, el que les roba la foto. El cielo del fútbol es el gol y el maligno es el portero. Y yo quería ser portero por Iribar y porque estudiaba en una escuela de curas, es decir en una escuela de goleadores. Iribar era el tipo perfecto. Se vestía de negro, en tiempos del Ku-kus-klan. Era alto, fuerte y ágil aunque pareciera débil. Yo había oído hablar de él cuando jugaba en el Basconia (entonces se escribía a así por necesidades del guión) y elminaron al Atlético en la Copa del enano.

Seguramente, el señor voluminoso siguió insultando a Ufarte, por algo que nunca sabré, pero yo me entregué a Iribar y no me defraudó. Años después cuando las feromonas rompieron el sobre de la pubertad me pasó lo mismo con Marlene Dietrich, la casquivana, la femme fatale, las mejores piernas de Hollywood. Hasta que llegaron los ojos de Michelle Pfeiffer y Marlene murió en mis recuerdos. ¿O no?