miércoles, 20 de febrero de 2013

El miedo puede con la rutina en Milán

De un matrimonio entre la rutina y el miedo no puede esperarse nada que brille, ningún futuro. Lo único que lo puede salvar es la llegada de un amante sorprendente, estrafalario aún mejor, para que salte alguna chispa que encienda las luces de la casa. La rutina la puso el Barça, con su tran tran, su sensación de hacer siempre lo correcto, de que tarde o temprano siempre amanece aunque el cielo esté tan gris como la panza de la burra; el miedo era cosa de un Milán lleno de veteranos en declive y meritorios que asumen su papel y aplican las condiciones del contrato con una fidelidad a prueba de bombas. El amante era un hombretón escocés que ejercía de árbitro en una noche de invierno y que decidió que ya estaba bien de bailes de salón y de murallas chinas; que así el fútbol no crece y si no crece, él no existe y se le va el sueldo en chucherías. Y llegado el momento decidió que una mano, con el brazo extendido, al borde del área del Barça y que traslada el balón a un compañero, es algo que no afecta al transcurso del juego, un accidente, un desprendimiento en la carretera (nunca mejor dicho, visto el estado del césped del Giuseppe Meaza). Y se dijo el escocés, que como es sabido es gente amable y jacarandosa (nunca se reconocerá como se debe a la afición escocesa, tan festiva como sensata incluso cuando se obnubila): esto lo arreglo yo, pensó, en un pis pas y le meto un cohete a un partido más gélido que la noche milanesa. Y dio gol.

Y el Milan, el dueño del miedo, el constructor de la muralla china, el guardián de la cueva, el rácano que defendía con nueve (excluyo a Pazzoni, por delantero, y al portero Abiati, porque era un observador del panorama), descubrió que su miedo, su falta de autoestima, su carnet de identidad caducado, resulta que estaba absolutamente en regla y que los accidentes lo mismo que dejan víctimas consruyen castillos de personalidad. Había descubierto que no hacía falta hacer nada para conseguir un gol, porque los goles -como dijo Di Stefano- no se merecen, se consiguen.

Y el Barça, instalado en la rutina, construía su canción con menos acordes que una canción pop, un vals sin música ni solistas, porque Messi firmaba su partido más abúlico de los últimos años, como si la guitarra se le hubiera desenchufado de repente y no se escuchara nada. Y porque Xavi e Iniesta fallaban pases y más pases, no porque desafinaran -son maestros de la guitarra- sino porque no entendían que el pentagrama del Milan en defensa estaba lleno de notas y no había manera de colar un diapasón porque siempre salía una pierna que como un mastil erguido y arriaba una y otra bandetras. Con Messi desenchufado y Cesc meláncolico desde el minuto uno, el Barça quiso ser fiel a su estilo y convirtió el toque en retoque, y su habitual canción en un vulgar estribillo, su discurso en una letanía, un mantra que esta vez no aburrió al rival sino a sus autores. Daba penita ver al pobre Pedro meter la quinta buscando posiciones ventajosas para los pases interiores de sus compañeros que estos repudiaban una y otra vez como creyendo que la rutina les hace grandes. Bien está ser fiel a tu estilo, que además te ha convertido en el club más grande de los últimos años, posiblemente; lo malo es convertir el estilo en obcecación: eso es una falta de estilo.

Y el Barça se obcecó en Milán como si solo tuviera una lección aprendida ante un rival que funcionaba como gastadores  en combate. Poco le importaba que Montolivo apareciese poco, muy poco, lo justo, o que El Saarauy estuviese más tiempo en fuera de juego que dentro del juego. Tenía la potencia de Boateng, el futbol perruno de Ambrossini, y entre unos y otros salvaban las carencias de sus dos centrales (Zapata y Mexes) que hicieron cuanto estuvo en sus pies para facilitar la tarea del Barça. En nada de eso se fijaron los chicos de Roura, que solo se aceleraron cuando encajaron el segundo gol en otra obcecación, esta vez defensiva, por ir todos a por el mismo jugador y dejar al resto libre.

Bien es cierto que pudo ser penalti un derribo de Mexes a Pedro, pero ahí cabía aplicar el margen de la duda al dudoso criterio del amante escocés. Y cuando el Barça se aceleró ya tenía la sensación de que aquel amante intrépido vestido de azul le había  destrozado el matrimonio, aunque en realidad era su rutina la que habia convertido el fútbol en lo más parecido a un domingo cuando cae la tarde.

Mucho deberá trabajar en el Camp Nou donde la muralla china del Milán tendrá más pisos y se verá menos el horizonte. Quizás deberá renegar de parte de su estilo: desanudarse la corbata que siempre cae en el justo medio de la camisa, remangarse una manga, ponerse vaqueros en vez de esmoquin. Algo que le haga ser menos previsible, salirse de la moda. De su moda, tras el lamparón de Milán.

sábado, 16 de febrero de 2013

El futbolista insignificante

Se tiende a pensar que el futbolista insignificante en un equipo es aquel que no sale en las fotos, el que hace el trabajo sucio y el limpio, pero a fin de cuentas,trabajo, solo trabajo, el que se lleva las tarjetas de los demás, el que hace el penalti que nadie quiere hacer, el que pone la frente en la frente del rival, el que se queja al juez de línea para abrasarle, el que le advierte a la figurita rival de sus malas intenciones, el que pide al público un aplauso cuando el equipo pierde, el que reclama los aplausos del equipo al público que se ha hecho una calcetinada de kilómetros para verles perder. Ese es el futbolista insignificante, al que el público recrimina, quizás por su falta de talento, por su defecto de técnica, por su mala relación con el gol, por su exceso de tarjetas, -generalmente ajenas-, por sus lesiones, por sus extraños golpeos del balón, por su afán de romperse la nariz en cada balón aéreo.

Pero, ahora, el tiempo, el fútbol, ha cambiado. El futbolista insignificante puede ser el futbolista acreditado, el catedrático del gol, el doctor con cientos de publicaciones, el médico con masters de verdad, el tipo que te salvó la vida diez, cien veces, y al que ni le miras a los ojos cuando te lo cruzas por el césped. A Hugo Cholo Sotil, un goleador peruano, Neeskens le mando a la grada (cuando solo podìan jugar dos extranjeros en la Liga española) en el Barcelona, mentras el resto de equipos se morían por tenerlo en las filas de su ejercito.

Ayer, en La Rosaleda, donde con ese césped difícilmente puede crecer una rosa, ni siquiera la de Alejandría (jeque aparte), el Athletic pasó de Aduriz, primero, y de Llorente, después, empeñado Susaeta en combinar unicamente con  Iraola , e Ibai Gómez en buscarse la pierna derecha para lanzar un misil, un cohete o un perdigón. Debe ser desesperante para un delantero centro nato sentirse tan insignificante como un jilguero en la madre de todas las batallas o tan olvidado como Sotil en la grada del Camp Nou.

Aduriz solo apareció en Málaga como un errata en el argumento de un gol cantado que exigió lo mejor de un gran Caballero. Llorente, después se significó por un gol anulado (con ojo de halcón) en el único balón que tocó. Nadie supo que ellos andaban por allí, cada cual ensimismado en sus órdenes estrictas, cada cual sujeto a su Gibraltar particular. Si además Ander Herrera, el ingeniero, y DeMarcos, el dinamitero, se habían dormido en la garita, el Athletic más que un cuartel parecía una tropa de montaña luchando contra la nieve acumulada.

Bien que el Málaga es un equipo bastante bien armado (aunque nota la baja de Monreal, mal sustituido por Antunes), que se sabe la lección, que no se acelera, que tiene en Camacho el futbolista insignificante que le eleva la nota, que Isco se busca el sobresaliente, a veces con más parafernalia que eficiencia, que asusta con la bestia (aún mansa) de Baptista, y sobre todo que tiene enToulalan, ayer reservado para el final, la ejemplificación del futbolista insignificante lleno de significado. Messi cambia el significado del fútbol con sus botas y sus pies. Tipos como Toulalan lo cambian por su apropiación del espacio.

Es tiempo ya de que el Athletic se pregunte por qué pierde los partidos que no tiene que perder. Bien, el Málaga en conjunto fue mejor, pero el Athletic pudo empatar perfectamente, en un acto de justicia legal (no poética) y sin embargo lo perdió por méritos propios: por mala defensa, por la aceleración en  contar con Gurpegui, por los pecados de juventud de Laporte, por la ineficiencia de Aurtenetxe, por el descontrol de De Marcos, por la imprecisión de Herrera, por la indefinición de Aduriz (en la única que tuvo), por el egosimo de Ibai Gómez, ajeno al juego, por el desconcierto de Iturraspe. Aún así pudo y debió empatar. Un asunto para reflexionar. Más ante un Málaga armado, paciente, sin demasiadas estridencias, a veces rutinario, a veces imperioso, que obtuvo un gol de Saviola (¿quien si no?) como podía no haberlo obtenido, poque el Athletic cuando tiembla en defensa (a menudo) no mira al rival, sino al balón, como el hombre sencillo mira sólo el dedo que le enseña la luna.

Al menos le quedó un consuelo. Raúl fue un portero de garantías. Bien con el pie  y bien en el mano a mano, tranquilo como un portero de la selección de Laponia y sensato en todas sus acciones. Quizás el futbolista del Athletic que mejor pasó el balón al pie de sus compañeros. Pero conviene hacer un ceda el paso. Acaba de empezar. También Laporte nació como un rayo y ahora aparecen algunas tormentas. Llegará la calma. Es la hora de los futbolistas insignificantes, las columnas del templo.

martes, 5 de febrero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (y XI): La soledad del éxito

Eso de nacer en la temporada que el Athletic ganó la Liga con un tipo que se llamaba Fernando Daucik en el banquillo es lo que popularmente se llama, una putada. Porque resulta que contigo ya en vida, tu equipo habìa sido el mejor pero tú no te habías enterado.  ¡Que sabía yo quien era Daucik, ni Mauri y Maguregui, la mítica media, ni Merodio ni Gainza ni Lezama ni Canito ni Marcaida (un goleador al que la historia ha tratado muy superficialmente)! Supe después, mucho despues, que Orue vivía en el barrio que estaba debajo del mío (ya van cuatro, Rojo, Rojo II, Carlos y Orúe de Begoña). Y que el Athletic de Daucik comenzó la Liga, un mes después de que yo viera la la luz del día, tras un agosto caluroso como los de aquellos tiempos, ganando al Sevilla 6-1, con tres goles de Arieta I, dos de Mauri, el fortachón, y uno de Artetxe, cuando era delantero.

Sarabia, en Las Palmas tras ganar la Liga en 1982
Es muy duro saber que cuando tú naciste pasó algo importante de lo que tú no te enteraste, sumido en sueños profundos y siendo dependiente de la leche materna. Años después, leí un magnìfico reportaje de Manuel Vicent en EL PAIS, en aquel dominical, dentro de una serie que  hizo sobre los países del Este, del telón de acero. Una frase se que qedó grabada de por vida. Era la que decía algo así: "Cuando llegas a un país de la Europa del este (soviética) tienes la sensación de que has llegado a un país donde ha habido una fiesta y tú has llegado tarde". Se refería Vicent, en ese caso, a la acumulación artìstica con la que se quedó el régimen comunista tras la paz de Yalta, pero era un retrato muy exacto de la visión se esos países. Me acordé años mas tarde cuando visite Magdeburgo, cuando existía el Las Alemania  oriental, oliendo al queroseno que alumbraba tibiamente aquellos cuarteles que llamaban hogares. Por cierto, perdió el Athletic (entrenado por Iribar) 2-1, con una actuación  soberbia  de Vicente Biurrun que me permitió tituar la crónica con San Vicente Biurrun, algo que incomodaba al director del periódico, por aquello de mezclar santos y peloteros, pero que respetó en ars a la deontología con el compañero.

Pues eso, que yo había llegado a un lugar, Bilbao, donde había habido una fiesta en la que yo no había estado. Ni siquiera había nacido en Basurto, para oler la hierba de San Mamés, porque en aquellos tiempos nacíamos en casa, como ahora, después de los doliores. Pero el tiempo me tenía resevado mi momento de gloria, mis 180 minutos de gloria, porque si yo había alumbrado al Athletic con mi alumbraiento, el Athletic me debía algo que me devolvió entre 1982 y 1984. Como es generoso, duplicó el regalo.

Por razones que no vienen al caso, no estuve en ninguno de los dos partidos que nos dieron dos títulos de Liga. El primero, en Las Palmas (donde unos años después estalló el caso Clemente-Sarabia, y ahí sí estaba) y el segundo en San Mamés, contra la Real. Del primero tengo pocas noticias, porque cuando De Andrés marcó en poropia puerta apagué la radio y no la encendí hasta cico minutos antes del final. Del segundo recuerdo que ETB, que no podía dar el partido, por razones obvias, emitió un Athletic-Real Sociedad de juveniles, que coincidía en horario con el acontecimieno de San Mamés, si no recuerdo mal. Ví la primera parte, pero el gol de Uralde me deprimió hasta tal extemo que no quería ni ver a los juveniles, y apagué la tele y encaminé los pasos hacia la cercana explanada de Begoña con esa sensación que todos tenemos de ser los culpables, de ser gafes, de que cuando tú no lo ves, tu equipo juega mejor, y cuando estás presente, ellos parecen sentirse molestos contigo. No era un a cuestión religiosa, porque nunca he creído ni en la religión, ni por lo tanto en los milagros. Los cohetes me anunciaron la remontada, que luego syupe que había sido obra de Liceranzu, algo que me emocionó profundamente porque, a veces, el destino reserve un lugar en la hornacina de los héroes a los presuntos aclores secundarios.

Liceranzu, autor del gol ddel titulo de Liga en San Mamés

Sí, el San Mamés más íntimo lo viví fuera de San Mamés, allí, en aquellos bancos de Begoña, vacíos, con tres o cuatro viejos a los que les podía la rutina y les pillaba el Athletic, para entonces, más lejos que sus años de currantes.Allí donde de niño cambiaba cromos. Ese día, cuando supe que el Athleti había vuelto a ganar la Liga, remontando, con todo el intringulis del mundo, con toda la pasión del mundo, deduje que la felicidad es un asunto íntimo, que no se traslada en gritos, ceremonias, histerismos, llantinas. La felicidad es algo muy personal que se comparte después. Lo primero eres tú, cuando te sientes más feliz que Liceranzu en el momento de clavarle el gol a Arconada que valía un título, quizás irrepetible (tal y como va el fútbol). Que él sólo es el actor de una historia que es tuya. Allí, solo ante la Iglesia de Begoña, que había marcado mi historia pero me había vuelto inmune a la fe y a los milagros, yo fui el Athletic por unos minutos. Entendí que por fín la deuda había sido saldada. Y lo que vino después ya fue solo el estanque dorado.

domingo, 3 de febrero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (X):El Gabinete de Clemente

"Ya se que eres sarabista, pero a mí me da igual porque no leo la prensa. Así que con tal de que no me toques los cojones...". Esas fueron las primeras palabras que me dirigió Javier Clemente, apoyado en un mostrador de Lezama, el día que me lo presentaron, mientras ojeaba las páginas del diario Egin. Curioso. "Solo me interesa lo que escribe Latxaga", entonces redactor de deportes de aquel diario, me soltó, y a mi me pareció que en el fondo estaba escenificando ante mí lo que podría haber sido una conversación en el vestuario: la tensión necesaria, la contradicción medida, el enfrentamiento interno, el pique motivador, la gallina y los polluelos. Pero algo no debió funcionar en aquella estrategia porque al final Clemente y yo trabamos una relación profesional sincera, yo diría que una amistad cordial, sin abrazos ni aspavientos, educada y con las mentirijillas justas para que pudiera alimentarse. ¡Ah!, y Latxaga y yo fuimos y somos buenos amigos. El Gabinete Caligari debió tener algunas fisuras o es que sencillamente la condición humana está por encima de cualquier estrategia psicológica.

Quizás influyó que yo venía de la información política y de la información sociocultural, y lo de la información deportiva fue una agradable sorpresa que me dió otro imponente amigo, entonces mi redactor jefe, José Manuel Alonso, inquieto como un adolescente, reflexivo como un sabio, al que se le courrió un día que por qué yo no hacía las crónicas del Athletic con la consiguiente extrañeza de  mis compañeros de redacción. Y la mía.

Y así me encontré con Clemente, al que yo había visto como jugador  en el poco tiempo que el destino (y Marañón) le dejaron jugar al fútbol. Sabía de su zurda poderosa, que era un interior izquierdo de los de aquella época, de los que lo mismo rascan al rival que le someten a un quiebro infantil, que era fuerte y resistente, que era rubio y que se antojaba como un futbolista de tronío al que alguien le rompió una pierna en 1969 y le mandó al banquillo para siempre. Había intentado recuperarse en Francia, había probado incluso de vuelta en el Bilbao Athletic, lo intentaba con un denuedo que resultaba estremecedor. Pero no había viaje de vuelta. El transiberiano no volvía.

Sin duda aquello le marcó. Es imposible que una herida grande no te deje un recuerdo. Quizás allí entendió que el fútbol es para los que arriesgan (de ahí lo de mingafrias), de los que se parten el alma (que es la antesala para partirte la pierna), de los que hacen grupo aunque se limiten a contar chistes. Y quizás de ahí su mirada de reojo a los que requiebran, a los actores principales, a los monologuistas o a los que él consideraba monologuistas. De ahí que muchos pensaran que había mucha hiel, mucho resentimiento,  en la presunta aversión de Clemente a los artistas del fútbol de la que se derivaban sus conflictos con Sarabia, con Lauridssen (en el Espanyol), con Baltazar,  con Llorente (en su ultima estancia en el Athletic). Que los ídolos le recordaban su árbol caído y en vez de odiar a los leñadores prefirió mirar mal a los árbboles.

Nunca lo creí. Nunca ví esa maldad en los ojos, esa pérdida de autoestima, por más que entre los vascos cultivemos tan a manudo una suerte de victimismo que a veces nos enseña el precipicio. Creo sinceramente que pensó que una buena cuadrilla era mejor que la Osa Mayor. Y ahí estuvo su acierto y su error al mismo tiempo. El Athletic que procuró las dos Ligas, la Copa y la Supercopa entree 192 y 1985, no era una caudrilla. La imponencia social del entrenador fue tal que, como suele ocurrir en estos casos, difuminó la verdadera calidad de un equipo tremendo, la conjugación del verbo ser. Todos eran  y estaban, cada cual con  sus virtudes, cada cual con sus defectos, sumando potencia, habilidad, remate, colocación, entrega, musculación.

Aquello con  lo que se obtuvieron dos títulos de Liga (de los que mañana hablaremos) marcó el futuro de Clemente a la hora de concebir el fútbol. Conviene no olvidar que si Javier Clemente fue un futbolista precoz y breve a la vez, resultó ser un entrenador precoz en el éxito. Y quizás la venda fue demasiado grande para la herida. Obtenido el éxito, descomunal incluso en aquellos tiempos menos globales, Clemente no solo afianzó su pequeño manual futbolístico y su guía psicológica para conducir equipos, sino que pasó al contraataque, enamorado de los micrófonos, las trifulcas, la polémica con los futbolistas, los entrenadores, los presidnetes y, sobre todo, con los periodistas,

Yo, que mantenía mi amistosa y educada relación con aquel ídolo, empecé a pesar que quizás el entorno le interesaba más que el argumento. Y a mí me interesaba el argumento. Era como en los libros: me interesaba más la trama que la encuadernación del ejemplar. Luego, Clemente volvió dos veces más a Bilbao. Un error de ambos, suyo y del club, porque hay sensaciones que no deben repetirse. "Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver", escribió Joaquín Sabina, pero creo que fue después de que todo esto ocurriera.

El problema fue que para el Athletic, el símbolo que significó Clemente, tras suceder sorprendente y quizás injustamente, a Iñaki Saez, en lo que algunos llamaron "el abrazo del oso", que a su vez volvió a sucederle a él en la gran crisis (Sáez es otro gran personaje del Athletic), el problema, digo, es que el Athletic (y su entorno) se encadenó al símbolo como si fuera una tormenta o un amanecer (según  los casos).

Y, sin embargo, a pesar de las andanadas al grupo periodístico que me pagaba, a las discusiones que esporádica o frecuentemente manteníamos,   a la llegada de otros entrenadores que rascaban sus éxitos, a sus posturas electorales, a sus idas y venidas por todo el mundo del fútbol, nunca le perdí el cariño. Ni él dejó de cogerme el teléfono. Eso sí, en temas futbolísticos aún está por llegar el día en que nos pongamos de acuerdo. Eso espero.





viernes, 1 de febrero de 2013

Justicia poética en Zorrilla

Lo peor de una fiesta es que salgas con la cabeza caliente y los pies fríos. Y de Zorrilla, bajo la lluvia y el viento, probablemente nadie salió satisfecho del resultado de un partido trepidante, sin pausa, quizás poco inteligente, pero vocacional, del Athletic y del Valladolid. Lo bueno de los empates justos es que ambos equipos creen que pudieron ganar. Los empates injustos son eso, injustos: castigan al que debió ganar y homenajean al que no mereció el premio. Quizás apurando el juego, midiendo el pálpito del patido, algo siempre difícil de medir, el Athletic puso más fútbol en la balanza o al menos lo puso más tiempo. Pero es algo intangible, algo que muchas veces tiene más que ver con el color del cristal con que se mira. Así que habrá que convenir que hubo justicia poética en Zorrilla.

Lo que está claro es que estando Valladolid a tres horas en coche de Bilbao, el Athletic llegó tarde al Nuevo Zorrilla. Y cuando le despertó la lluvia, ya había encajado dos goles en dos casos de desafección defensiva y de listeza vallisoletana. Porque el equipo de Djukic salió como si el partido durase veinte minutos o como si una norma de la UEFA de última hora hubiera dicho que quien marcara dos goles podía irse al vestuario con los tres puntos. Los goles de Javi Guerra y de Bueno fueron un homenaje a la intensidad y un descrédito de la apatía. El Athletic volvía defender mal (y la defensa no se juega sólo en las áreas) y a conceder pases erróneos al contrario como invitándole a que saquee tu casa. La pareja Laporte-Gurpegui, se cruzaba en exceso, confundidos, y San José, la primera frontera, tenía la barrera abierta mientras resolvía su particular crucigrama. Tampoco los laterales pertenecían al mejor servicio de seguridad. Y a Muniain, su lateral contrario le parecía un prófugo que se jugaba la vida.

Pero ha alcanzando el Athletic una condición que parecía perdida. La de la resurrección, la de las banderillas negras, la de no dar nunca nada por perdido. Es verdad que había padecido el penalti clamoroso no señalado al Valladolid por agarrón a Aduriz y un remate glorioso, espectacular del guipuzcoano al poste que de haber sido gol hubiera optado a los mejores de la Liga. Demasiados contratiempos. Pero no es menos cierto que también se benefició de una acción impropia de Aduriz con un codazo a Marc Valiente que le mandó al hospital y que el árbitro resolvió con una tarjeta amarilla que debió haber sido roja. Al fútbol, insisto, no se juega con los codos.

Tenía mala pinta el asunto, prque además Herrera no se ubicaba, dudaba, resbalaba, se caía, chutaba en exceso y eso siempre es un problema para el Athletic, mientras el Valladolid arrasaba su banda derecha con Rokavina y Larsson, frente a los que Muniain (Bart missing se diría) y Aurtenetxe exhibían toda su impotencia. Pero llegó el gol de De Marcos, tras un pase interior de Herrera, y el partido cambió.

Susaeta había cogido la bandera del equipo, se la había embuchado y comenzó su recital de sabiduría futbolística para irse por aquí y por allá, para desconcertar a la defensa, para ampliar el marco de posibilidades, para variar el juego, para ampliar el repertorio, y el fútbol le premió con un gol circunstancial, que vino precedido de un rebote en el cuerpo de Aduriz para que el eibarrés lo alojase en la red.

El Athletic le había hecho recular al Valladolid, ya menos fluído, pero no menos voraz. El equipo de Djukic está concebido para tener el balón y de lo contrario sufre. Y sufría, aunque hubo un tiro al poste y una oportunidad clamorosa de Omar que podían haber abierto uno de los ojos presuntamente cerrados de la justicia. Los partidos de toma y daca son apasionantes, quizás más apasionantes que bellos, y en la voracidad esconden algunas carencias técnicas. Pero siempre está la emoción del directo, que dicen los músicos y los actores de teatro.

Y así se quedaron dos puntos en el limbo rojiblancos y en el blanquivioleta, buscando un dueño que no llegó al recate. Hasta Bielsa quiso participar en el misterio con el cambio no realizado de Iturraspe al que quería hacer ingresar en el campo en el tiempo de prolongación. Nunca la he visto a Bielsa perder tiempo con un empate, así que no alcanzlo a saber qué pasó por su cabeza. Quizás ni él lo sepa.

Mi vida secreta en San Mamés (IX): El bolero de Manuel

Cierras los ojos, escuchas el punteo de una guitarra en un bolero y es lo más parecido que puedes encontrar al juego de Manolo Sarabia. Se decía de la guitarra en un bolero era el terciopelo para el sillón de la voz. Pues eso era Manolo Sarabia, con su cuerpo de aspecto desgalichado, debilucho parecía, con aquellas piernas largas y un tranco suave que se movía por el campo como sin prisa pero sabiendo siempre a dónde ir. El final en el fútbol siempre es el gol, pero en el caso de Sarabia (el cigüeño le decían algunos en la tribuna) había que aplicarle la filosofía del buen montañero que dice que lo importante no es la meta sino el camino. Porque cuando Sarabia cogía el balón soñabas por el gol, pero disfrutabas con el dribling, con el quiebro, el requiebro y el diapasón que le ponía a cada encuentro con los rivales. No, defender no defendía mucho, porque también seguía el dictado cubano de no dar un paso atrás ni para tomar impulso. Pero ¿qué más daba? Otros había que hacían ese trabajo maravillosamente bien y le permitía a Manolo (entonces le decían Manolo más que Manu) iniciar su repertorio de boleros que convertín San Mamés en otro teatro de los sueños. Hasta cojo, roto, lesionado en una prórroga copera, le hemos visto marcar (¿o no marcó?, ¡qué más da!) de cabeza a la salida de un córner. Si a los guitarristas les duelen los dedos tras un largo concierto, a Manolo le dolían aquel día las piernas y diría yo que las bolas (ahora gemelos) ya no le cabían en su alargada osamenta.

Manolo Sarabia era la reafirmación de que el Athletic ya no eran aquellos magníficos aldeanos de siempre a los que se refirió Mr. Pentland, sino que el arte ya no sólo estaba en el arco de San Mamés, en el magnífico recipiente futbolístico que durante tantos años ha hecho de Guggenheim para atraer turistas a Bilbao. Antres del Guggenheim, existió La Catedral y los peregrinos fueron cientos de miles (quizás millones) atraídos más que por el arte estructural, por la magia de un estadio en el que el público era el principal protagonista.

Pero allí expuso entre otros sus obras Sarabia demostrando que en el Athletic también se sabía pintar, dibujar el fútbol, colorearlo, reivindicando el fútbol de jugadores selectos (la lista sería interminable desde Gorostiza, por ejemplo, hasta Ander Herrera) que si fueran a ser enumerados ahora, internet, en su inmensidad, parecería la cartilla de un colegial. Cada cual puede poner los suyos, artistas que compartieron escenario con guerreros todopoderosos desde Belauste o Venancio hasta Goikoetxea o Gurpegui, corpachones incansables nunca exentos de calidad.

Pero Sarabia era el violinista, cierto que a veces caprichoso, pero nunca insolidario, salvo que se gripase el motor. Y como buen solista tuvo sus enloquecidos fans y sus enfurecidos detractores. Ocurre siempre con los genios que llevan la polémica en los genes, probablemente porque sus fans a veces magnifican las rutinas y los detractores siempre le exigen lo imposible. Diríase que se le exigía, a veces, a Sarabia que tocase la guitarra con una mano.

Y como la polémica le perseguía, le persiguió hasta el último día, en aquella tormenta imperfecta con Javier Clemente que resumió en una frase genial el periodista, compañero y amigo Patxo Unzueta: "El poder y la goria", definió aquel desencuentro total, la mayor fractura social que ha vivido el Athletic y a cuyo lado el asunto Llorente parece un juego de niños. Pero eso es otra historia.

Cada vez que Sarabia recogía el balón en el centro del campo, el cosquilleo era general, su carrera por el césped era como una sucesión de arpegios, y producía la misma emoción que para los amantes de la guitarra significa ver bailar los dedos de Paco de Lucía en el mástil de tan sencillo instrumento. Alguien dijo una vez que el único baile real era el de un guitarrista recorriendo la guitarra. El fútbol es un poco lo mismo: no sólo importa lo que se consigue, sino cómo se consigue y aún más, lo que anuncia, lo que sugiere.

A Manolo le ví muchos y muchos partidos, porque en su época un servidor ya ejercía esta profesión que, por devoción, nunca parecía una obligación. Diría que casi los vi todos. Incluso con el aquel Logroñés que cautivó a media España junto a Setién, Alzamendi, Ruggeri (éste de artista tenía poco) y compañía. Y a mí me hizol más fácil. Comprendí que la belleza y el sudor son compatibles, que el arte y el cemento no tienen por qué llevarse mal, que al fútbol se va a disfrutar, a vivir el momento, los momentos, por encima del resultado. Pero encima Sarabia y compañía, aquel equipo de hierro forjado, consiguió ser bicampeón de Liga, y campeón de Copa. Y tuvo la Supercopa sin necesidad de rival. Y es que era un equipo muy de Bilbao, aunque Goikoetxea fuera de Alonsotegui, Zubizarreta de Aretxabaleta, Dani de Sopuerta, Urtubi de Muskiz y Sarabia, el artista, el violinista, el guitarrista del bolero, de Gallarta. De la mina. Paradojas de la vida.