miércoles, 23 de enero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (II): El descubrimiento del mito

El primer temblor en San Mamés fue aquel día que un señor, también voluminoso, se acercaba al señor gordo y amable que protegía mi flanco izquierdo cuando me colaba en la general numerada de San Mamés. Se acercaba acechante pero lento, como años mas tarde se acercaba al área Maradona, entrado en carnes, con la camiseta del Sevilla. Eso que mi padre tenía una estrategia apalabrada con sus amigos de la tercera fila de la general numerada para cogerme por las axilas y colocarme entre el señor gordo y amable y el tipo serio, pero amable. Consistía en esperar a que aparecieran los balones  que salían de las escalinatas de la bocana por la que salía el Athletic, anunciando su presencia en el campo: entre los cuatro o cinco balones que rodaban mansamente por el cesped y la salida de los futbolistas transcurrían unos cuantos segundos (ya se ve que la pausa inquietante se inventó hace mucho tiempo) para que el respetable le perdiera el respeto a las formas y respondiera a los gritos de aliento de Rompecascos, aquel mitico personaje chirene de San Mamés que dicen que rompía botellas con la cabeza. Yo nunca lo ví, pero dicen que ocurrió. El tipo voluminoso se acercaba más, y más, mirando aquí y acullá, que decía mi maestro de escuela, perdido, pero yo temía que invadiera asiento y medio de su localidad, lo que suponía que mi media localidad podía saltar por los aires con la misma altura adonde solía mandar el balón Zorriqueta, futbolista impagable en el esfuerzo pero débil en la amabilidad con el juego. El señor, no sé como, se acomodó junto al señor gordo de mi flanco izquierdo, sacó un puro, lo encendió y cuando salió el Atletico de Madrid, por la bocana de Capuchinos (el Athletic salía por la de la de Misericordia), se levantó insolente, entregado, firme, sin frenos y gritó: "!Ufarte, hijo puta!".

Yo conocía a Ufarte de los cromos y nunca había sido el difícil, aunque luego me enteré, por razones que no vienen al caso, que los que ensobraban los cromos eran familias que se sacaban un dinerillo metiendo cromos en un sobre, y a más sobres más dinero (¿les suena?). Poco, pero más dinero. Y,además, se podía ver la televisión mientras ellos me jodían la vida con aquel futbolista del Pontevedra que se llamaba Neme y que por más sobres que comprases no aparecía jamás. Neme fue mi primer ídolo el día que, en el pórtico de la Iglesia de Begoña, rasgué el sobre y apareció el jodido pisando el balón en el campo de Pasarón con una mirada que yo entendí como si dijera: "¿Qué pasa chaval, creías que no existía? "¡Hijo puta!", dije yo, porque en el barrio esa expresión era tan habitual y tan rápida como el tiempo que tardaba una piedra en alcanzar a un gato.

Lo cierto es que esos momentos aprendí que el mito tiene muchas vueltas. Hay un mito malo, que para el señor voluminoso era Ufarte (cierto que era un poco tramposillo) y que nunca supe qué le había hecho, y para mí era Neme, que debía tener un alma tan libre que no cabía en un sobre de cromos. Pero la vida es amplia y me tenía reservado el descubrimiento del mito positivo. Sí, vale, salvado  Fidel Uriarte y el portero del Dunfermline, corría el riesgo de enquistarme en el lado oscuro del fútbol. El insulto siempre ha sido más liberador que la alabanza. Y llegó el día, el momento en el que alguien descubre que los galácticos existían antes de que supuestamente los inventaran Florentino Pérez y sus hermeneutas. San Mamés se rindió a José Angel Iribar, el Chopo (antes se escribía así, por necesidades del guión) el día de la final de 1966 que el Athletic perdió la final ante el Zaragoza de los cinco magníficos, pero Iribar impidió la borrachera de goles con una actuación memorable que evitó el escarnio de una borrachera de goles maños. El público inventó entonces lo de "Iribar, Iribar, Iribar es cojonudo, como Iribar no hay ninguno".


Yo lo descubrí después. De aquella final, a mis once años sin cumplir, solo me quedó el dolor, pero dicen que lo que duele es que va por buen camino (fatalismo gaditano de El Barrio). Cuando yo me entregué al mito fue en un  partido ante el Barcelona ,que no fue capaz de vencer al Athletic porque aquel tipo larguirucho y flaco, pero fuerte y ágil, se empeñó en atrapar, devolver, despejar, rechazar, palmear todos y cada uno de los tiros de Marcial Pina, un asturiano criado en el Elche, cultivado en el Espanyol y engrandecido en el Barcelona, antes de acabar sus días futbolísticos en el Atlético. Aquel día en San Mamés, aquel tipo con unas entradas tipo Bogart, pero rubiales, se desesperó, abominó el fútbol, él, que pasaba por ser el mejor rematador, el mejor disparador del momento, que podia haber sido un actor fetiche de Tarantino, tropezó con un señor que era como Dios, estaba en todas las partes. Cuando acabó el partido, Marcial le felicitó, le dio la mano como se reverencia a García Marquez despues de escribir "Cien años de soledad".

Entonces yo quise ser portero. Quise ser el maligno, el demonio que destruye los sueños de los delanteros, el que les roba la foto. El cielo del fútbol es el gol y el maligno es el portero. Y yo quería ser portero por Iribar y porque estudiaba en una escuela de curas, es decir en una escuela de goleadores. Iribar era el tipo perfecto. Se vestía de negro, en tiempos del Ku-kus-klan. Era alto, fuerte y ágil aunque pareciera débil. Yo había oído hablar de él cuando jugaba en el Basconia (entonces se escribía a así por necesidades del guión) y elminaron al Atlético en la Copa del enano.

Seguramente, el señor voluminoso siguió insultando a Ufarte, por algo que nunca sabré, pero yo me entregué a Iribar y no me defraudó. Años después cuando las feromonas rompieron el sobre de la pubertad me pasó lo mismo con Marlene Dietrich, la casquivana, la femme fatale, las mejores piernas de Hollywood. Hasta que llegaron los ojos de Michelle Pfeiffer y Marlene murió en mis recuerdos. ¿O no?

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