lunes, 28 de enero de 2013

Mi vida secreta en San Mamés (V): El amante francés

El 15 de marzo de 1987 hacia un buen sol en San Mamés, de esos que te permiten ver el partido en sol y sombra. La mayoría de los encuentros se jugaban entonces a horas normales y la televisión no competía con el público a ver quién robaba a quién el protagonismo de la jornada. El rival era el Real Madrid y el Athletic andaba intentando eludir los play offs del descenso. Es decir, dramatismo bajo el sol a hora taurina y con un toro encabezado por el macho Hugo Sánchez, y una cuadrilla del arte liderada por Juanito, con Leo Beenhakker en el banquillo. A las 17, 15h, quizás un poco antes, a mí se me partió el alma y a De Andrés la pierna. Fue una jugada más, una tijera más de El griego (así le llamaban sus compañeros por su perfil heleno) ante un contrario poco dado a la bronca subversiva como Gallego, al que por algo le apodaban El Soso, aunque era un magnífico futbolista. Pero El Soso cayó sobre la pierna de De Andrés y San Mamés se heló bajo el sol. El mejor líbero que ha tenido el Athletic, que nunca jugó de líbero, decía prácticamente adiós al fútbol, a pesar de sus intentos de recuperación. Jorge Valdano me decía una vez, ya pasado el tiempo, que De Andrés era uno de esos futbolistas que te amargaban no el partido sino la semana, porque sabías que con él delante tenías que superar el muro de Berlín y te pasabas siete días pensando en cómo evitar que aquella tijera histórica que hacía para rebañarte el balón se quedara sin filo.  Se quedó el 5 de marzo de 1987 y yo comprendí que ese mundo de magia, fantasía, poder y dinero que era el fútbol podía ser un mundo caprichoso, infortunado y miserable como para llevarse por delante a un futbolista tan honesto y tieso como el griego. Díscolo también, pero honesto siempre.

Miguel De Andrés
Para entonces, el fútbol había dado un vuelco en mi vida. San Mamés se había vuelto para mí en un lugar ocasional al que acudía de vez en cuando y seguía por la radio y la prensa y por la tele cuando llegó a los hogares, hasta que el trabajo me devolvió a la devoción (laboralmente se llamaba obligación) de seguir todos y cada uno de los partidos, ya fueran en San Mamés, en Langreo o en Magdeburgo. En el tránsito de la general numerada al palco de prensa, se quedaron muchas fotografías almacenadas en el álbum intangible de la memoria.  Por ejemplo, conocí que no hace falta meter goles para ser el rey del mambo. Eso le ocurrió a José Marí Amorrortu en los 32º de final de la Copa de la UEFA cuando el Athletic se llevó como un vendaval al Ujpest Dozsa. Un 5-1, firmado por tres goles de Dani y dos de Rojo, ¡casi nada!, pero que tuvo un protagonista singular: Amorrortu , que pasó a formar parte de la historia del Athletic y del equipo húngaro.

También supe que era verdad esa frase tan odiosa de que no hay enemigo pequeño, cuando el Castilla, en febrero de 1980, se llevó por delante al Athletic en la Copa. Un Castilla donde por cierto jugaba El Soso Gallego, ganando en San Mamés, y que alcanzó la final de Copa frente a sus padrecitos del Real Madrid. También la sorprendente meteorolgía de los estados anímicos que pasan del calentamiento atmosférico con la final ganada en el Manzanares al Castellón en el 75 al enfriamiento acatarrado de la perdida con el Betis en el mismo estadio. Me dijo un día Koldo Aguirre que antes de los penaltis le dijo a Rafa Iriondo, técnico del Betis, que ganaría él. No porque desconfiase de sus futbolistas "sino por la enorme suerte que tenía siempre Kakaelo (así le llamaban los compis)

Jean Tigana
Pero aquellos años intermitentes  dejaron sensaciones fuertes. Una, potente, poderosa, de las que te cambian los gustos, fue el partido Inglaterra-Francia, jugado en San Mamés en junio de 1982, en el Mundial del naranjito. Dicho estaba que Bilbao era una colonia inglesa, aunque mi generación hubiera crecido repartida entre el embrujo de Brasil y la sinfonía holandesa. Yo, que ya usaba pantalón vaquero y lucía barba, como el revolucionario Sócrates, era más europeo y siempre consideré a Cruyff como el mejor futbolista que había visto. Pero también me había rendido a la precisión soviética. Dassaev, Besonov, Kuznetsov, Aleinikov, Rats, Mihailitchenko, Belanov, Blokhin, Zavarov, sobre todo Zavarov, aquel pequeñajo rubio que tenía toda la historia del fútbol metida en la cabeza y la leía con los pies.

Pero en esto llegó Francia a San Mamés y perdió, pero fue sólo el principio de un  enamoramiento general de aquellos bleus que venían a ser el resumen de la magia brasileña, el ingenio holandés y la precisión soviética. Giresse, Tigana, Platini, Genghini, Rocheteau me convirteron en el amante francés. Ya no sólo me cautivaba la cultura francesa, y las mujeres francesas, tan sofisticadas incluso en la cocina. Ya había un iconco europeo ahí al lado que rompía la jerarquía futbolística. Le robaron el Mundial, pero amí me robaron en alma. Y todo enmpezó en San Mamés.

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