viernes, 21 de diciembre de 2012

El mal de Mou

El mal de Mou, para desgracia de quienes lo padecen, es tristemente corriente. Ahí surge la primera decepción: no es nada excepcional, lo que puede acarrear el tristísimo síndrome de sentirse vulgar y llevar al ensañamiento de lo cotidiano hasta hacerlo sobrenatural. En resumen, sin vademecum deportivo de por medio, el mal de Mou consiste en descubrir cada día el Mediterráneo y no cejar en el empeño, por más que los pescadores te digan que ellos llevan años, siglos, allí, o que las olas estén cansadas de ir y venir llevando windsurferos en sus lomos. Lo importante, en el mal de Mou, no es qué se descubre, sino quién lo descubre.

José Mourinho, por ejemplo, es un gran descubridor de cosas. Ha descubierto el Real Madrid, la estigmatización del enemigo (o sea, en este caso, el Barça), la prensa como mercromina para las heridas futbolísticas, los árbitros como ansiolíticos de las derrotas, el vestuario como un tentadero que mide la bravura del personal y, lo que es más importante, el público en su doble condición de víctima y de verdugo. Es decir, Mourinho ha descubierto el fútbol, o para ser más exactos, el lado oscuro del fútbol por donde antes trasitaron tantos y tantos psicólogos aficionados, y tantos y tantos terapeutas de las emociones fuertes.

Jose Mourinho / DIARIO AS

El mal de Mou tiene una constante vital: yo descubro el mundo, no es el mundo el que me descubre a mí. Es el síntoma más preclaro de cuantos acompañan este síndrome. Hasta que Mourinho llegó, el Santiago Bernabéu no sabía quién era su enemigo principal, ni había cosechado victorias y títulos, ni se las había tenido tiesas con los árbitros, ni se había roto las manos aplaudiendo una victoria o agotado sus pulmones silbando una derrota. Era imposible que eso hubiera ocurrido porque hasta que llegó Mourinho el Real Madrid no había existido. Di Stéfano era el protagonista de una novela negra con secuestro incluido, Velázquez, un pintor, Ronaldo, el líder de un grupo de rock, Juanito, un pícaro del siglo de oro y Zinedine, pues eso, un actor de cine. Tampoco existían los árbitros hasta que él los descubrió, esos personajes siniestros que por el pinganillo no escuchan a sus auxiliares sino las órdenes de los dirigentes que deciden los partidos.

El problema del mal de Mou es que en determinados casos puede resultar contagioso. A poco que te emociones, el Mediterráneo se llena de descubridores que le ponen su nombre a cada ola, a cada temporal, a cada marea, en el supuesto afán de dejarse llevar por la corriente. Son las ramas de la cepa que, inconsistentes, se las lleva el viento cuando ya no queda nada por descubrir, cuando la realidad se abre camino y se demuestra que el populismo es el oficio político más viejo del mundo.

Mourinho descubrió los fichajes extraños y caprichosos (economías aparte) sin saber que tipos más grandes que él, como Cruyff (aunque tampoco existía antes del mal de Mou) también ficharon a Lucendo, o que ha habido entrenadores que han pedido un central y les han traído un delantero centro. Y descubrió también que incendiar un vestuario agranda su poder porque convierte al pirómano en apagafuegos bajo el manto ficticio de cargar con toda la presión y tomar todas las decisiones. Pero eso lo habían hecho muchos entrenadores en el inexistente fútbol español desde que nació, aunque hasta hace muy poco no lo supiéramos.

Lo triste del mal de Mou, del descubridor infatigable, es que cuando realmente descubre algo no se da cuenta de su hallazgo. Mourinho ha descubierto que el Madrid ha perdido la Liga antes de que acabe la primera vuelta, algo insólito en los equipos obligados a ganar. Mourinho tira esa toalla en busca del albornoz de la Liga de Campeones. Quizás acabe desnudo, pero no será su culpa. Siempre habrá que estarle debidamente agradecidos porque descubrió el fútbol aunque nosostros no lo sepamos.

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